Las tragedias ocurren en un instante, pero es largo el camino que conduce a ellas. Una de nuestras entidades vecinas, Guerrero, experimentó la semana pasada el embate de un huracán categoría cinco (la máxima posible, según la escala internacionalmente aceptada para medirlos). El paso del huracán Otis por la ciudad de Acapulco y municipios aledaños duró solo unas horas. Lo hizo con vientos cercanos a 300 kilómetros por hora, lluvia intensa y marejadas muy fuertes.
Le ponemos nombre a los huracanes y, de una u otra manera, les trasferimos nuestras características humanas: se habla de la “furia de Otis”, de cómo “cambió repentinamente de dirección”, de cómo “incrementó su intensidad”, de cómo “arrasó con todo” y “se ensañó con una zona”. Un huracán no tiene voluntad ni intenciones, no se forma para arrasar comunidades, no incrementa su fuerza para destruir, no anuncia su llegada para generar temor. No es un enemigo al que haya que enfrentar, solo se trata de un fenómeno atmosférico, es decir, una alteración de las condiciones regulares en los vientos y la temperatura.
Las condiciones en la atmósfera de la tierra han venido cambiando con el paso del tiempo. No es nuevo para nadie que la temperatura del planeta es cada vez más elevada, que los polos se están derritiendo y que el agua del mar llega calentarse cada vez más. Sobre todo en ciertas temporadas del año. Cuando situaciones así llegan a coincidir (baja presión, vapor de agua, etc.) toman fuerza los vientos y terminan confluyendo para rotar sobre un eje cada vez con mayor intensidad, avanzando en rutas muchas veces erráticas e impredecibles, porque estarán influidas por las condiciones atmosféricas que haya en los sitios por los que pasa.
Cuando un fenómeno atmosférico como este encuentra a su paso una población, una comunidad, un poblado, los habitantes terminan teniendo problemas. Esos problemas pueden ser más o menos severos, dependiendo del tipo de sociedad: si es grande o pequeña, si es pobre o rica, si está bien organizada o no, si tiene sistemas de información eficientes, entre otras cosas. Ahí es donde puede advertirse la larga ruta que desemboca (o no) en una tragedia.
Si el lugar que experimenta el paso de un huracán es una zona densamente poblada, los daños serán potencialmente mayores. Si se cuenta con edificaciones endebles, lo mismo; si presenta hacinamiento y pobreza, no se diga. Si en el lugar no hay una organización social y política eficiente, las cosas pueden convertirse en una tragedia grande.
Acapulco, lo sabemos todos, es una ciudad con una profunda desigualdad. Hay en un espacio geográfico reducido gente sumamente rica —con yates, mansiones, campos de golf y playas privadas— compartiendo localidad con personas en pobreza extrema —servicios precarios, viviendas endebles, ingresos insuficientes e inestables. También hay ahí dinámicas sociales contrastantes: lugares de entretenimiento lujosos y delincuencia común rampante; sofisticados restaurantes y tianguis paupérrimos; yates y cruceros que flotan en las mismas aguas que pequeñas lanchas de pescadores locales.
Esta ciudad, destino de millones de personas que cada año acuden a vacacionar, ha venido creciendo, sobre la marcha, la mayoría de las veces sin mayor planeación ni supervisión oficial. Es destino de gente que migra buscando empleo o para comerciar y ofrecer servicios, asentándose en colonias marginales. También tienen presencia ahí grupos criminales que controlan actividades ilícitas de muy diversa índole. Es, en pocas palabras, una ciudad muy diversa y contrastante.
En este marco, el paso de un huracán categoría cinco, provoca afectaciones a distinta escala: un hotel, propiedad de una cadena trasnacional, podrán remozar sus instalaciones en cuestión de semanas o meses. En cambio, una familia que vive al día, vendiendo cosas en la playa y que vio venirse abajo su vivienda hecha de madera y láminas, perdiendo todo lo que había adentro, le llevará años rehacerse por sí misma. Necesitarán ayuda.
Hay personas para las cuales su fuente de ingresos era un puesto de hamburguesas que se llevó el viento y el agua. Pero también hay cadenas comerciales que cuentan con póliza de seguro para sus mercancías. Para un taxista cuya unidad quedó inservible y que no tiene otra forma de ganarse la vida, el panorama es más que sombrío. Es un desastre, pero lo es a distintos niveles y proporciones.
Las sociedades crean mecanismos que les permiten a las personas enfrentar los desastres que son, por definición, sucesos desafortunados. Las redes de apoyo, la solidaridad espontánea, el altruismo, pero sobre todo, la acción gubernamental coordinando y asistiendo son productos sociales. La capacidad de estos mecanismos e instrumentos será puesta a prueba en las siguientes semanas y meses para el caso de la zona afectada por Otis.
En suma, los fenómenos naturales no escogen ni se ensañan con un lugar. Aunque sea de uso corriente, la expresión “desastres naturales” no es correcta. Más bien es reflejo del tipo de relación que entablamos con el entorno, con el ambiente que construimos para vivir la vida. La gente de la costa se relaciona con el mar de un modo muy particular. Los citadinos acudimos allá para vacacionar y nos relacionamos con ese entorno de un modo distinto.
Las personas que viven ahí, junto al mar, organizan su vida pensando en condiciones estables del entorno, pero sabedores que hay episodios en que se presentan ciertas alteraciones en ese orden aparente. Ellos van aprendiendo a enfrentar episodios catastróficos, aunque ello no quita que requieran ayuda para rehacerse. Pero lo van a hacer y ojalá lo hicieran con mecanismos más consolidados para no sufrir un nuevo desastre a consecuencia de un fenómeno natural.