Días de lluvia

Metepec, México; 22 de mayo de 2018. Llueve a las seis de la tarde. Y esa lluvia es una lenta, despaciosa agonía. De este lado de la acera se refugian en la pared dos sobrevivientes de las fiestas agrícolas de San Isidro, las que atraen el agua para la cosecha y los animales. Enfrente de […]

Metepec, México; 22 de mayo de 2018. Llueve a las seis de la tarde. Y esa lluvia es una lenta, despaciosa agonía. De este lado de la acera se refugian en la pared dos sobrevivientes de las fiestas agrícolas de San Isidro, las que atraen el agua para la cosecha y los animales. Enfrente de ellos, hace unas horas, estaba el contorno de un cuerpo tirado en el piso.

Esta no es una tierra de valientes.
La sangre entre las piernas, el hilo casi negro desagua esta vida y tirada y desnuda la mujer confrontaba bocabajo el rictus de lo inverso, donde sólo caben las hormigas porque su cuerpo ha caído entre el hormiguero y los restos de una bolsa con migajas llevadas, partícula a partícula, hacia el laberinto bajo tierra antes de que todo pasara. 

A la calle nadie se asoma porque ya se sabe lo que verán. Es la muerta número 12 por razones feminicidas, apenas parte del 4 por ciento de lo que se denuncia, muestra de lo podrido del Estado de México, de la fosa en la que habitan 17 millones de personas. 

Ya se sabe: hay algunos privilegiados pero la salvación, el sentirse protegido de las consecuencias de esta guerra cada vez menos invisible no funciona ya. Y esa es una de las partes oscuras: que los invulnerables ya no lo sean y que a las hormigas se les pise con facilidad.  

No. Nadie está a salvo. Y a ella la terminaron de matar cuando la arrojaron a la calle, dejándola ahí.
La mano abierta de la mujer señala una dirección con los dedos. Con esta mano amé, trabajé, escribí, quité. Con esta mano me defendí y con esta otra mostré el camino para las hormigas, que ahora avanzan blandamente -porque la carne lo es- en hileras casi iguales a la cauda de la sangre.

Eso dice, y si no lo dice lo grita su cuerpo porque es lo que uno ve cuando la observa tirada en la banqueta. Nadie sabe cómo se llama y si no es identificada pronto correrá la misma suerte que todas las desnombradas.

Porque es eso. La sangre entre las piernas ahora escurre hasta la tierra y en ese tocamiento se coagula antes de volverse polvo. En realidad toda la mano, ajá, toda su mano izquierda está envuelta en el plástico que la ha protegido del hambre de lo microscópico, en los 12 metros cuadrados de la escena, esa lenta conspiración. 

Levántate, te dicen. Levántate, te dijeron quienes te han amado o te extrañaron los últimos días. 
Levántate, piensa uno cuando ve a quien ama o conoce o cree conocer. Levántate, dice uno ya sin pensar, no tienes nada, vámonos a casa, sigue diciendo uno o gritando como a mí me pasó y entonces de golpe todo encaja: nadie se mueve y ahora la única vida serán las hormigas pasando entre los dedos, chupando la sangre entre las piernas.

A las hormigas alguien las aplasta, las siega o las barre mientras un zapato se ha encajado en la horma que le corresponde y deja su huella, la única que hay porque es lo que es cuando se trata de averiguar si eso que dicen de la muerte tiene algo de cierto. Y eso muerto eres tú, femenina de edad desconocida, con sangrado entre las piernas, con una bolsa de plástico negra que cubre la mita de tu cabeza, y que te encuentras en calidad de desconocida, en esta calle de Metepec, donde al rato pasará el desfile de la lluvia, que convoca a San Isidro o la idea de éste y de la siembra que hay que agradecer porque si no todo se pudre.

Como tú, que ya te descompones. 
O los gatos y los perros rondando, desocupados a esta hora.
O la sombra que deja el polvo, la impronta de Metepec en un mapamundi, incompleto a todas luces y que hoy, al rato, es una fiesta. Esa vanagloria pasará por esta calle para celebrar estatuas porque la fe no es una cosa muerta aunque a veces, como en Canoa, allá en Puebla, la convoque. 

Lo siento, lo siento tanto. Son los recuerdos que también se acumulan aquí, revisando los expedientes de la muerte coma tras coma, palabra tras palabra. Y cuando los tenga revisaré los tuyos y los tuyos y los tuyos y los de ella y también los de él para contar lo que pueda, lo que se deje, lo que el estómago deje y hasta donde digan las formas de la daga.
O las heridas, el olor a pasto, a sol desde entonces.

Aquí se habla de un asesinato, de una mujer tirada para siempre en las calles de Metepec con la cara consumida por el suelo. Aquí debía hablarse de una fiesta, la de San Isidro Labrador, la que cierra las calles de la ciudad y provoca, de la mano de la fe, la lluvia para los cultivos. Porque Isidro es agricultor y le tocó su fiesta en el estado más sanguinario del país. Y sí, se llega a lo mismo: un hombre enmascarado baila en la misma esquina donde estás, donde estuviste tirada apenas unas horas antes. El enmascarado habla apenas por las aberturas de su falso rostro, enrojecido con la diamantina y el oprobio de las telas mal cortadas.

– ¡Que baile el luchador!- gritan los músicos animados por el sol de las once. Que baile porque justo ahí, a las 11 de hace rato otros ejecutaban otra danza. Qué dirá la tierra, regada con el agua y la sangre, violentada a la vez por el progreso encementado de banquetas a medias, yerbajos negados que recuerdan que una vez aquí también se sembraba.

Y dice: uno se rompe no como rama o lamento, sino como agua o mercurio que alguien pisa por descuido. 
Y dice: sobra el cielo. Sobran los cerros y en las brechas se descubre el pedazo incinerado de un corazón y por ahora sólo importa no acordarse para no irse al sur, así, nada más.

A lo largo de esta sombra se parte el día y el desfile ya recorre Metepec y rápidamente se suman contingentes y jinetes. Alguien les dijo, como es un carnaval, que se pueden disfrazar de cualquier cosa. En el Estado de México, la tierra de Enrique Peña y que gobierna su primo, Alfredo del Mazo, todos estamos disfrazados, empezando por ellos. Somos lo que somos y bailamos junto a las enaguas de los hombres amujerados, vencemos el miedo al vértigo y por lo menos estas vueltas nos distraen, incluso a ti, que ya no estás.

Aquí afuera venden droga. Eso a nadie se le dice porque tenemos miedo. Yo tengo miedo y cada vez que salgo lo hago sabiendo que hay alguien atrás, un pasa atrás. Por ahora el olor a carne de los cientos de puestos que rodean el desfile, la locura del hambre inundan la calle pero todos estamos atentos al regalo de la comida. Nadie niega nada a las manos extendidas que logran incluso detener la alegoría rodante de los carros adornados para arrancarles las frituras, el agua, incluso los juguetes y otras cosas.

– ¿Quieres una cachetada?- pregunta alguien desde uno de los carros a una mujer que se le acerca decidida, mientras saca un dulce envuelto en plástico. Y ese plástico es parecido al que apareció junto a ti, cuando estabas muriendo.

Esto debió ser una crónica festiva. Decir, decirme que vale la pena salir a ver estas cosas, a asolearse para después llegar, reflexionado, en el valor innegable del maíz y la cosecha. Decir, decirme, que este no es un paseo de locos sino de agradecidos a cuyas familias benefician las lluvias y que a pesar de todo les alcanza para estar aquí. O los algodones de azúcar junto a las tiras de carne y las coca colas o los cacahuates, o el joven de los dulces patinando la calle desde su carrito de azúcar, pasando enfrente de cada uno de los 5 mil que asistimos sin movernos.
Eso quise decir.
Pero no puedo.