Aún no hay evidencia empírica suficiente para desechar la idea de que la educación superior es un pilar para el desarrollo económico y social de un país. Al contrario, sigue siendo una aspiración social con amplia aceptación, pero el acceso a la misma sigue siendo un privilegio. En efecto, es una minoría de la población mexicana en general la que tiene acceso a la universidad o alguna escuela profesional. Según el informe Education at a Glance 2025 de la OCDE, publicado hace apenas unos días, 23.1% de la población adulta de 25 a 64 años en México ha completado estudios de nivel superior.
Sí, es una minoría, pero representa un aumento notable frente al 16% registrado en 2005 y el 19% en 2015. Los datos relativos a la población joven son un poco más alentadores (personas de 25 a 34 años), pues hemos alcanzando un 26.3% en 2024. Dicho en otras palabras, 1 de cada cuatro jóvenes mexicanos ha podido estudiar una carrera, lo que refleja una tendencia ascendente en la cobertura educativa.
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Hace apenas 20 años, la matrícula en educación superior apenas superaba los 2.5 millones de estudiantes; hoy, según la ANUIES, roza los 5.2 millones. Sí, más del doble en dos décadas. No es algo despreciable, pero sigue siendo una cifra baja cuando nos comparamos con otros países. El crecimiento es innegable y responde a políticas que han priorizado la expansión de universidades públicas, programas de becas y el fortalecimiento de opciones técnicas y a distancia.
Pero, hay que subrayarlo, si bien estos números darían para tener una actitud optimista, hay algunas sombras. Aunque el porcentaje de adultos con educación superior ha crecido, México sigue rezagado frente al promedio de la OCDE (que fue de 41.2% en 2024). Hace una década, la brecha con los países desarrollados ya era amplia, pero hoy, a pesar de los avances, el ritmo de mejora no ha sido suficiente para cerrar esta distancia. En 2005, el promedio OCDE era del 27%, un objetivo que México aún no alcanza dos décadas después. Este desfase pone en evidencia un desafío estructural: la calidad y la pertinencia de la educación superior.
Otra sombra ominosa que revela este informe de la OCDE es que los egresados universitarios en México enfrentan una tasa de desempleo del 4.3%, la cual es superior a la de quienes no completaron la preparatoria (2.7%). Este fenómeno, que no era tan marcado hace 10 o 20 años, sugiere una desconexión entre la formación académica y las demandas del mercado laboral. Puede ser que el mercado laboral siga siendo de mano de obra no especializada ni profesional; también puede ser que hay un exceso de profesionistas en algunas áreas; o bien puede ser que los salarios ofrecidos sean muy bajos y los jóvenes con estudios superiores prefieren no tomarlos.
Vamos a decirlo así: hace unos 20 años, un título universitario garantizaba, en mayor medida, una ventaja competitiva a la hora de buscar empleo; hoy, la saturación de ciertas profesiones y la falta de habilidades especializadas reducen su valor. Además, la cobertura bruta en educación superior (45.2% en 2023-2024, según la SEP) sigue siendo insuficiente para absorber a una población joven en crecimiento. Por otra parte, la deserción escolar a nivel superior, estimada en un 30% por la ANUIES, permanece como un obstáculo persistente, apenas mitigado desde hace una década.
Otro retroceso relativo que hace notar el informe ya referido es en materia de equidad. Aunque el acceso ha mejorado, las disparidades regionales y socioeconómicas persisten. En 2005, las zonas rurales y los sectores marginados tenían un acceso casi nulo a la educación superior; en 2024, la brecha se ha reducido, pero sigue siendo significativa. Por ejemplo, mientras en la Ciudad de México la cobertura supera 60%, en estados como Chiapas o Guerrero apenas rebasa 30%. Hace 20 años, estas desigualdades eran más pronunciadas, pero su permanencia refleja una asignación desigual de recursos y una falta de políticas focalizadas que las remedien.
Hace 20 años, el desafío era abrir las puertas de las universidades; hoy, es garantizar que esas puertas conduzcan a oportunidades reales.
Mirando hacia atrás, México ha transformado su panorama educativo en términos cuantitativos, pero los avances cualitativos son menos evidentes. Hace 20 años, el desafío era abrir las puertas de las universidades; hoy, es garantizar que esas puertas conduzcan a oportunidades reales. Por ejemplo, solo 12% de las ingenierías en México incluyen formación en inteligencia artificial, frente al 45% en Japón, según la OCDE. La infraestructura también es un cuello de botella: en 2023, solo 60% de los campus del Tecnológico Nacional tenían laboratorios actualizados, comparado con el 90% en países como Canadá.
La inversión en educación superior en México ha crecido (del 0.9% del PIB en 2005 al 1.2% en 2023, según el Banco Mundial), pero sigue siendo insuficiente frente a otros países de la OCDE, donde el promedio supera el 1.5%. Además, la falta de innovación en los planes de estudio y la lenta adopción de tecnologías educativas limitan el impacto de los logros alcanzados.
En suma, el país parece ir avanzado en democratizar la educación superior, hacia un sistema más inclusivo. Sin embargo, los retos de calidad, pertinencia y equidad amenazan con frenar este progreso. Para evitar retrocesos, es crucial alinear la formación con las necesidades del siglo XXI, fortalecer la vinculación universidad-empresa y priorizar a las regiones marginadas.

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