El credo Trump: «el otro es mi enemigo»

Trump ganó en 2024 prometiendo "América Primero", pero su eco en la ONU amenaza con un "Europa Solo", fragmentado y temeroso. Es hora de recordar que la verdadera fuerza de Occidente radica en su capacidad de integrar, no en expulsar
octubre 2, 2025

Todos sabemos que Trump es un delincuente condenado por la Corte. Todos sabemos que es racista. Todos sabemos que es homófobo. Todos sabemos que su pensamiento es muy limitado y es un conservador, antivacunas y negacionista del cambio climático. Y, a pesar de que todos conocemos de sobra al personaje, haberlo escuchado hablar ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en el 80 aniversario de la ONU, fue indignante.

En su alocución no trató de hacer un llamado a la cooperación global para atender los múltiples problemas en el mundo. No, lo que hizo fue mostrar con absoluta crudeza un principio que rige sus actos: «el otro es mi enemigo». Con un tono que mezclaba jactancia y advertencia, Trump dedicó gran parte de su alocución a atacar la inmigración «descontrolada», acusando a la ONU de financiar un «asalto a los países occidentales» mediante una supuesta «agenda migratoria globalista»

Todos sabemos de su discurso nacionalista, pero se ha venido exacerbando en la medida que nadie parece oponérsele. Fue una auténtica provocación oírlo decir «Europa está en serios problemas. Han sido invadidos por una fuerza de ilegales como nunca se ha visto… La inmigración y las ideas energéticas suicidas serán la muerte de Europa Occidental».

Sus palabras fueron realmente crudas. Instó a los líderes europeos a emular su modelo estadounidense: cerrar fronteras, deportar en masa y, en un desliz que evoca lo peor de la historia, «acabar con» la presencia de migrantes indeseados. En efecto, todas esas personas que él ve como distintos, que son «muy otros» para él, no le interesan en lo más mínimo. No hay siquiera un viso de empatía para con seres humanos que evidentemente no comprende. Al contrario, son para él un enemigo al que hay que declarar la guerra.

Esta visión no solo ridiculiza los valores fundacionales de la ONU, sino que ignora lecciones históricas y amenaza con exacerbar divisiones continentales. Pero Trump no se limitó a criticar a quienes conceden asilo o acogen refugiados y migrantes que se encuentran en peligro de morir; ofreció «recomendaciones» explícitas, presentando su política en Estados Unidos como un faro de éxito. 

Uno de sus mayores timbres de orgullo es que bajo su administración, las detenciones en la frontera sur han sido brutales: en julio de 2025, las aprehensiones cayeron a solo 8.200, gracias a medidas como el muro fronterizo ampliado, la externalización de deportaciones a países como El Salvador —al que elogió por «encarcelar criminales» enviados desde EE.UU.— y redadas masivas que han separado familias y provocado denuncias de violaciones a derechos humanos. 

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Trump presume de haber «detenido la invasión», pero omite el costo humano: miles de muertes en el desierto, niños en jaulas y un sistema que prioriza el miedo sobre la justicia. Ahora, pretende exportar este enfoque a Europa, advirtiendo que «si no detienen a la gente que nunca han visto, con la que no tienen nada en común, su país fallará». Este punto es el centro de su credo: la gente que nunca han visto (y, desde luego, se refiere a otredades de muy diverso origen) debe ser vista como el enemigo. Si no tengo nada en común con ellos (claro, ignorando por completo que son seres humanos), puedo detenerlos, enjaularlos, dispararles, torturalos, encadenarlos, desterrarlos, etc.

Su abierta invitación a replicar la «tolerancia cero» yankee incluye, por supuesto, mandar a las tropas contra caravanas migrantes, deportar sin juicio y, en su retórica más oscura, erradicar la diversidad como amenaza existencial. Y no es que actualmente Europa esté bajo una dinámica de migración al alza, En 2024, las cruces irregulares en las fronteras externas de la UE cayeron un 25%, según Frontex, alcanzando los niveles más bajos desde 2021. Hasta agosto de 2025, se registraron solo 95.880 llegadas irregulares, un 20% menos que en el primer semestre del año anterior. Países como Italia, bajo Giorgia Meloni, han externalizado el procesamiento de asilo a Albania, firmando acuerdos con Túnez y Libia para frenar salidas; Grecia ha elevado vallas y acelerado deportaciones, mientras Alemania y Dinamarca exploran modelos de offshoring inspirados en Australia. España coopera con Senegal y Mauritania para reducir flujos en el Atlántico, donde murieron más de 700 personas en la primera mitad de 2025. La UE avanza en su Pacto de Migración y Asilo, que desde 2026 impondrá cuotas obligatorias y controles más estrictos, respondiendo al auge de la extrema derecha en elecciones de 2024-2025. 

Estos esfuerzos, aunque criticados por ONGs como Human Rights Watch, por su enfoque en «disuasión letal» y riesgo de detenciones arbitrarias, demuestran que Europa ya actúa con firmeza. Pero lo que hace Trump es llamar a una cruzada contra los otros, los diferentes. Para donde dirige su torpe e iracunda mirada, él ve una «invasión» incontrolable.

Pero, si se compara este enfoque con la historia de la migración estadounidense revela ironías profundas. EE.UU. se forjó en olas migratorias masivas: entre 1840 y 1880, 15 millones de europeos —irlandeses huyendo de la hambruna, alemanes de revueltas políticas— transformaron el país, impulsando la Revolución Industrial. En 1907, el pico de 1,3 millones de entradas por Ellis Island incluyó italianos, judíos del Este de Europa y escandinavos, que enfrentaron xenofobia similar: leyes como la Chinese Exclusion Act de 1882 vetaron a asiáticos por «amenaza cultural». 

Las cuotas de los años 20, inspiradas en eugenesia, redujeron la inmigración a mínimos hasta 1965, cuando la reforma abolió sesgos raciales, desatando la ola actual de latinos y asiáticos que hoy representan el 14% de la población. Históricamente, la migración ha sido motor de crecimiento: los inmigrantes de primera y segunda generación contribuyen al 40% del aumento poblacional, llenando vacíos demográficos en un país envejecido. 

Trump es descendiente de inmigrantes alemanes e irlandeses, pero ahora pretende ignorar que su nación prosperó absorbiendo lo que él llama «invasión». Europa, con su herencia de posguerra y multiculturalismo forjado en la UE, enfrenta desafíos similares —desplazados de Ucrania, Siria y África— pero con redes de protección social que EE.UU. carece. 

¿Por qué demonizar lo que históricamente ha enriquecido Occidente? La visión de Trump no es solo miope; es regresiva. Al exportar su modelo de «detener, deportar y acabar», socava la ONU —que él tildó de «corrupta»— y alienta un aislacionismo que debilita alianzas como la OTAN. Europa, dividida entre el pánico de la derecha y el humanismo de líderes como Macron, debe resistir esta tentación. La migración no es un «monstruo de dos cabezas» junto al cambio climático; es una realidad humana que exige solidaridad, no muros. 

En un mundo de conflictos —Ucrania, Gaza, Siria—, cerrar puertas acelera desigualdades y fomenta extremismos. Trump ganó en 2024 prometiendo «América Primero», pero su eco en la ONU amenaza con un «Europa Solo», fragmentado y temeroso. Es hora de recordar que la verdadera fuerza de Occidente radica en su capacidad de integrar, no en expulsar. Si no, el «infierno» que profetiza no será por migrantes, sino por líderes que los convierten en chivos expiatorios.

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