Ecatepec no se gobierna, se disputa
Fernando Vilchis y Azucena Cisneros no pelean por la nómina ni por la basura: pelean por quién escribe, ejecuta y traduce el relato de gobierno popular en el municipio más simbólico de Morena. Él representa la continuidad territorial basada en lealtades operativas; ella, la reconstrucción institucional con aspiración de futuro. Pero en lugar de construir poder, lo fracturan. El Ayuntamiento es rehén, los servicios colapsan, la ciudadanía observa en carne propia cómo el poder se pulveriza cuando se antepone la ambición al proyecto. Lo grave no es que se enfrenten: lo grave es que ya no hay árbitro. Y lo que está en juego no es una alcaldía, sino el orden sucesorio de 2027… con la gubernatura de 2029 como horizonte velado.
Blindajes que lastiman
Lo que ocurrió con la síndica de Atizapán no es un simple abuso de confianza: es un golpe bajo al proyecto que prometió dignificar el ejercicio público. Que una funcionaria municipal acceda a una camioneta blindada del gobierno estatal, con placas alteradas y escoltas asignados fuera de protocolo, por ser pareja del coordinador de logística, no es solo una falta: es una advertencia. No todos los que llegaron con la ola del cambio tienen la estatura moral ni política para sostenerlo. No se derrumba el discurso de la transformación, pero sí se cuartea cuando quienes deberían honrarlo lo usan como escudo para privilegios personales. Y mientras eso ocurre, la cloaca —siempre alerta— aprovecha el desliz para hacer rapiña, montar operativos mediáticos y exhibir la escena como si el caso individual representara al todo. No lo representa. Pero lo contamina.
Izcalli: cuando el orden le pisa los callos al PRIAN
Daniel Serrano no llegó a administrar lo heredado, sino a desmontar lo podrido. En Cuautitlán Izcalli, durante años, la derecha disfrazada de “buen gobierno” pactó con líderes gremiales, transportistas y pseudocomerciantes que actuaban como operadores electorales y lavadoras de recursos. Desde que asumió el cargo, Serrano canceló concesiones amañadas, frenó el despojo de predios públicos y puso límites a un ecosistema de extorsión tolerado por el PRIAN. El costo, claro, ha sido alto: lo acusan de lo que no hace, distorsionan lo que sí, y una parte de la prensa local —financiada por quienes extrañan el desorden con contrato abierto— ahora se dedica a golpearlo con saña. La resistencia al cambio no es solo rabia: es miedo. Miedo a que el ejemplo de Izcalli se replique en el valle. Miedo a que se demuestre que sí se puede gobernar sin padrinazgos ni moches. Daniel no está peleando por un cargo; está disputando el sentido de lo público. Y eso, para muchos que aún creen que la política es un negocio privado, es imperdonable.
Sin transparencia, todo se vuelve sospechoso
El caso de Ariel Juárez no se explica solo por camionetas de lujo ni por contratistas favorecidos. Lo que está en juego es la manera de ejercer la administración pública. Mientras no haya transparencia absoluta —patrimonial, contractual y operativa—, cualquier funcionario puede ser acusado, y cualquier acusación puede tener credibilidad. En un régimen donde lo público se manejó durante décadas como si fuera propiedad privada, basta un silencio o una omisión para que el pasado se reactive como presente. Es probable que detrás de algunas denuncias haya intereses heridos, personajes que perdieron contratos o favores y hoy posan de víctimas. Pero también es cierto que, si no se rinde cuentas con claridad, se alimenta esa narrativa. El cambio no se defiende con discursos, se sostiene con hechos. Y en eso, Ariel y muchos más tienen todavía mucho que demostrar.
Juan Carlos Romero: territorio sereno, palabra eficaz
Lejos de las grillas y los reflectores, Juan Carlos Romero ha hecho del territorio su principal carta de presentación. Desde la Secretaría de Desarrollo Social, opera sin escándalos ni confrontaciones, con una ejecución casi total de programas y una presencia constante en campo. No acusa, no responde, no se victimiza. Simplemente trabaja. Es quizás el funcionario mejor calificado del gabinete estatal y no por carisma sino por resultados. En un entorno saturado de ruido, su silencio también comunica: demuestra que es posible ejercer el poder sin convertirlo en espectáculo. Y eso —hoy por hoy— vale mucho.

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