Se critica agriamente al gobierno federal por la “reforma energética”. Se dice que ésta ha sido la mayor traición a la patria que pudo haber cometido. Dicho así suena más a spot partidista en tiempos electorales que una crítica seria al verdadero problema energético que vive el país y que nos tiene al borde del colapso. ¿Cuál? Aclaremos: La física cuántica nos ha revelado que el universo está constituido básicamente por energía en expansión, así que el universo avanza, según la segunda ley de la termodinámica, en un sentido expansivo irreversible, que inicia con el big bang. Pero la existencia y evolución humanas van en el sentido inverso, pues depende de atraer y acumular energía, extraerla, administrarla y distribuirla. Entonces, los seres humanos existen en virtud de que extraen energía del ambiente.
Piense usted, amable lector, en su día a día y se dará cuenta que como ser viviente necesita de energía para seguir existiendo. Requiere de varios tipos: química (por la vía de los alimentos), solar (para la absorción de nutrientes), mecánica (para desplazarse, construir una vivienda, elaborar su vestido, etc.) y calórica, para procesos diversos como cocinar, abrigarse, fabricar, etc.); lo anterior hablando sólo de necesidades básicas.
Si de entre esas necesidades básicas usted tuviera qué elegir cuál va primero, seguro que coincidiría conmigo en que la energía química materializada en alimentos es antes que nada. Como dice la sabiduría popular: a todo se acostumbra uno, menos a no comer. Así que debemos preguntarnos si tenemos asegurado ese flujo de energía, en qué cantidades, de qué calidad y de dónde proviene. Le informo que en México 78.5 millones de personas padecen algún tipo de “inseguridad alimentaria”; eso quiere decir (de acuerdo a como lo define la FAO) que todos esos millones de mexicanos no tienen acceso físico, social y económico permanente a alimentos seguros, nutritivos y en cantidad suficiente para satisfacer sus requerimientos nutricionales y preferencias alimentarias, y así poder llevar una vida activa y saludable.
Esto podría no ser tan grave –pensarían algunos- pues con hacer llegar a esas personas alimentos por la vía (siendo muy optimistas) de un programa como la Cruzada Nacional Contra el Hambre, el asunto queda resuelto. Lamentablemente no es así, porque ese programa tiene como objetivo sólo 7.8 millones de personas, o sea, 10 veces menos que el número de mexicanos que sufren de inseguridad alimentaria. Pero además un programa así no va a la raíz del problema, dado que éste se desprende de un proceso que inició hace varias décadas y que sigue en curso: nos hemos sometido a las reglas globales que gobiernan la producción, el comercio, la distribución y la mercadotecnia de los alimentos, permitiendo que se deslocalice la producción de alimentos (o sea que ya no se produzca localmente lo que nos alimenta) y que el mercado de los mismos cada vez en mayor medida sea la fuente de energía química que consumimos. Lo más dramático es que los mexicanos no sólo se las ven muy duras para tener dinero con el cual pagar la comida suficiente para sobrevivir, sino que muchos de los alimentos que ingieren los enferman.
La misión especial que encabezó el entonces Relator Especial para el Derecho a la Alimentación de la ONU, Olivier De Schutter, cuando vino a México en 2012 nos advirtió: “Las políticas comerciales que operan actualmente favorecen una dependencia mucho mayor de alimentos muy procesados y refinados con larga vida en anaqueles en vez del consumo de alimentos más perecederos y frescos, en particular fruta y vegetales… La emergencia de sobrepeso y la obesidad que enfrenta México pudo haberse evitado, o en gran medida mitigado, si las preocupaciones de salud ligadas a dietas cambiantes se hubieran integrado al diseño de las políticas”.
La pregunta es ¿qué estamos comiendo y por qué? Básicamente alimentos procesados. Las cifras son muy claras: las ventas de productos de harina horneada, lácteos, comida chatarra y bocadillos se ha triplicado o cuadruplicado, al igual que las bebidas refrescantes (nuestro consumo per cápita oscila en 163 litros al año). México es ahora uno de los diez principales productores de alimentos procesados en el mundo. Este proceso se aceleró tras la firma del TLC en 1994, pues desde entonces la industria de alimentos procesados ha invertido en el país más de 10 mil millones de dólares.
¿Y todo está perdido? Quizá no, pero “ahí la llevamos”, pues el INEGI a través de sus últimos dos ejercicios de Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos ha dado a conocer que la mayor parte de los hogares que se ubican en las zonas rurales (donde se supone que se producirían los alimentos) obtienen sus ingresos de actividades no agropecuarias: los campesinos ya no trabajan el campo y están en un proceso de asalarización. Así que tanto en el campo como en la ciudad, los mexicanos tienen como principal fuente de energía química en forma de alimentos lo que el mercado (representado ahora por cadenas de supermercados, almacenes de descuento y tiendas de conveniencia que se reproducen por decenas de miles) le ofrece, y los artículos disponibles son en su inmensa mayoría sólo alimentos procesados.
Dice el doctor Abelardo Ávila Curiel, investigador del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán: “Hemos generado literalmente el peor de los mundos posibles”. El TLC, la descampesinización, la urbanización y hasta los programas públicos destinados a combatir la pobreza no sólo no han solucionado el problema de desarrollo del país, sino que ahora le ha sumado otro: el sobrepeso y obesidad. Esta sí que es una transformación energética de enormes proporciones: hemos cambiado nuestro consumo de energía química basándolo ahora en frituras, galletas, sopas instantáneas y refrescos. Este es un problema energético “de a deveras”.
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