México recuerda, pero a menudo recuerda tarde. Ya perdió medio territorio por divisiones internas, por élites que confundieron patria con patrimonio y por conservadores dispuestos a llamar a potencias extranjeras con tal de no perder privilegios. A siete años de iniciada la transformación, con 600 000 personas llenando el Zócalo como una muestra de fuerza popular pocas veces vista, reaparecen los viejos reflejos: la derecha nacional e internacional habla de “riesgo democrático” mientras sueña con restaurar el orden anterior. En este escenario, la defensa real no vendrá de los salones políticos, sino del pueblo. Y, en esa defensa, el Estado de México es mucho más que un territorio: es la frontera viva entre el viejo país y el que intenta nacer.
Memoria que llega tarde
México no olvida; llega tarde a su propia memoria. La guerra con Estados Unidos, el despojo territorial, la intervención francesa, el golpe contra Madero, las crisis del siglo XX: todo tiene una constante incómoda. El país se rompe primero por dentro y solo después llega el enemigo externo. No es fatalismo histórico. Es un patrón que se repite porque la élite que conduce al país ha preferido demasiadas veces discutir su hegemonía antes que defender su casa.
En 1848, no solo se firmó un tratado, se certificó un divorcio entre quienes mandaban y quienes vivían en el país que se mutilaba. La derrota fue militar, pero antes fue moral e intelectual. Se perdieron territorios que las élites ni siquiera conocían, pero que los pueblos sí habitaban. Desde entonces, la pregunta permanece: ¿quién está dispuesto a defender a México cuando defenderlo implica renunciar a privilegios?
Un enemigo que cambia de nombre, pero no de esencia
El conservadurismo mexicano tiene buena memoria de sus intereses y mala memoria de sus responsabilidades. Se llamó partido centralista, se llamó porfirismo, se llamó “científico”, se llamó “partido del orden”, se llamó “modernización neoliberal” y hoy se llama “oposición responsable” o “sociedad civil preocupada por la democracia”. El vocabulario cambia; la lógica, no.
Ese bloque no defiende ideas, defiende ventajas. No sufre por la forma de gobierno, sufre por la pérdida de control. Cuando gobierna, pide paciencia. Cuando pierde, pide intervención. En los momentos críticos de la historia mexicana, su respuesta ha sido siempre la misma: si el país no se ajusta a sus términos, que vengan otros a ponerlo en su lugar. La patria es negociable; las utilidades, no.

Las potencias entran cuando el país se abre por dentro
Estados Unidos no necesitó ingenio metafísico para expandir su territorio: encontró un vecino dividido, con una clase dirigente más interesada en sobrevivir como grupo de poder que en sostener al país. Lo mismo ocurrió con Francia en el siglo XIX y con los organismos financieros internacionales en el siglo XX. El libreto se repite: conflicto interno, élites fragmentadas, llamado a una “instancia superior” que venga a ordenar a los bárbaros.
Hoy, la tentación se expresa en un lenguaje más pulcro. No se habla de invasión, se habla de “preocupación internacional”, de “protección de la democracia”, de “defensa de las instituciones”, de “riesgos geopolíticos”. Pero el mecanismo es el mismo: presentar a México como un país incapaz de gobernarse a sí mismo para justificar presiones, condicionamientos o tutelas.
La diferencia con el siglo XIX es que ahora existen millones de mexicanos informados, conscientes de ese patrón. La batalla ya no se juega solo en despachos diplomáticos, sino en la calle, en el barrio, en las pantallas, en la conversación cotidiana.

Siete años, 600 mil en el Zócalo
En ese contexto, la imagen de 600 000 personas reunidas en el Zócalo, siete años después del inicio de la transformación, importa más de lo que muchos quisieran admitir. No se trata únicamente de un número espectacular, se trata de una foto de la correlación de fuerzas en el país real.
Esos cientos de miles no acudieron a defender un cargo ni un presupuesto; acudieron a defender la idea de que el Estado puede y debe estar del lado de las mayorías. Fueron a decir que no están dispuestos a regresar al país donde la política se hacía en lo oscurito y las decisiones se tomaban en función de intereses empresariales, mediáticos o de grupo.
Esa multitud no cancela los problemas ni borra las deudas pendientes, pero envía un mensaje claro a quienes sueñan con un golpe blando, una intervención “ejemplar” o una restauración estética del viejo régimen: no están frente a un gobierno aislado, sino frente a una sociedad politizada.
La pequeñez de ciertos gigantes
Del otro lado de la balanza se exhiben, con ruidos y desplantes, personajes que pretenden representar a la “nueva modernidad” conservadora. Un empresario televisivo que insulta desde redes sociales mientras litiga impuestos multimillonarios y carga con deudas cuantiosas; un heredero de consorcios que se presenta como conciencia moral sin haber pasado nunca por la experiencia de la precariedad; una clase política reciclada que añora los tiempos donde las decisiones se tomaban con llamadas discretas y cenas privadas.
Su problema no es que acumulen riqueza. Su problema es que entienden el país como extensión de sus balances. Les inquieta más un aumento en el salario mínimo que décadas de pobreza estructural. Les alarma más la crítica a sus privilegios que los años de violencia y desigualdad que ayudaron a producir. Y, cuando sienten que la realidad se les escapa, no piensan en convencer a la ciudadanía: piensan en convocar a alguien de afuera que venga a poner orden.
Es una pequeñez peligrosa: carecen de proyecto de país, pero tienen capacidad de estruendo. Buscan compensar su escasa legitimidad con escándalo. Les faltan argumentos y les sobra volumen.
El país dentro del país
En medio de esa disputa se encuentra el Edomex. No es un actor secundario ni una simple caja de resonancia. Es, en muchos sentidos, el país concentrado: el México industrial y el campesino, el suburbio y el pueblo, el corredor financiero y la colonia sin drenaje, el centro comercial y el mercado popular.
Durante décadas, fue pieza clave del viejo arreglo: allí se fabricaban votos, se tejían pactos, se pagaban lealtades y se administraba desigualdad. Que esa entidad haya cambiado de manos políticas no es una anécdota, es un giro estructural. Significa que el corazón demográfico del país está reescribiendo su relación con el poder.
El Edomex es decisivo porque lo que allí ocurra en términos de bienestar, seguridad, movilidad y justicia tendrá un efecto directo sobre la percepción nacional de la transformación. Si en el estado más complejo, duro y desigual del país se logra sostener un rumbo progresista con gobernabilidad, la idea de que el cambio es viable gana terreno. Si fracasa, la derecha encontrará allí su mejor argumento para narrar el regreso del viejo país como una necesidad.

El pueblo mexiquense como sujeto político
No es la clase política mexiquense la que definirá esa ecuación, por mucho que algunos se empeñen en creerlo. Son los trabajadores que cruzan la ciudad todos los días; las mujeres que sostienen hogares enteros con salarios mínimos; los jóvenes que viven en colonias donde el transporte y la seguridad son problemas diarios; los pueblos originarios que llevan siglos defendiendo territorio.
Esa sociedad ya probó lo que significa un Estado ausente o capturado. Conoce el rostro de la corrupción, de la violencia y del desprecio. Por eso, su participación en la transformación tiene un peso específico que no se puede reducir a porcentajes de votación. El pueblo mexiquense sabe lo que se pierde si la derecha regresa con su agenda de negocios disfrazada de preocupación democrática.
Si ese pueblo se mantiene organizado, informado y activo, el Edomex puede convertirse en el principal muro de contención frente a cualquier intento de retroceso. Un muro de conciencia, no de concreto.
Los riesgos que siguen
Sería ingenuo suponer que la fuerza popular y la nueva correlación de fuerzas bastan por sí mismas. Hay riesgos visibles: campañas permanentes de deslegitimación, intentos de lawfare, uso de tribunales y organismos internacionales para cuestionar decisiones soberanas, presión económica, institucionalización del miedo como herramienta política.
También hay riesgos internos: errores de gobierno, corrupción que no termina de erradicarse, inercias burocráticas, tentaciones de reproducir prácticas del viejo régimen. La transformación no está a salvo por decreto. Está en disputa cada día.
En ese tablero, el Edomex es frente y termómetro. Lo que allí se haga o se deje de hacer incidirá en la capacidad del país para resistir presiones externas y golpismos elegantes. Un gobierno que funcione en el estado más duro de gobernar es blindaje político. Un gobierno que fracase allí es invitación al desastre.
Lo que está realmente en juego
Al final, la disyuntiva no se resume en simpatizar o no con un liderazgo, ni en adherirse a una sigla. Lo que está en juego es si México seguirá construyendo un proyecto propio, con sus tiempos, errores y aciertos, o si volverá a ser el experimento de laboratorio de los mismos grupos de siempre.
La derecha ofrece restaurar la “normalidad” que la mayoría nunca vivió. El pueblo, cuando se organiza, exige algo más difícil: un país que no se venda al mejor postor y que no se rinda antes de tiempo. La imagen del Zócalo lleno y la del Edomex en proceso de reconfiguración apuntan en la misma dirección: México no quiere volver al viejo país, aunque aún no termine de construir el nuevo.
La frontera entre uno y otro no está en los discursos parlamentarios. Está en la conciencia de millones. Y, de manera muy concreta, en la forma en que el pueblo mexiquense decida defender o abandonar la transformación de la vida nacional.

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