El retrato del abuelo, Día de muertos en San Francisco Tlalcilalcalpan

 

 

Una tradición que a través de los adultos mayores le habla a las nuevas generaciones
cempasuchitl


La celebración de Día de muertos ha llegado este lunes a la casa de don Santos; el camino de flores  de cempasúchil se ha colocado a las 12 de la tarde
 como en muchas otras viviendas de San Francisco Tlalcilalcalpan. La puerta permanece abierta, lista para recibir visitas y reavivar con veladoras el recuerdo de los que ya no están.

Don Santos, reconocido como el abuelo del pueblo por el Consejo Mayor de Gobierno Popular de San Francisco Tlalcilalcalpan, colocó su altar sobre una mesa que se llenará con guisos y veladoras. Se trata de una representación de la ofrenda tradicional de la comunidad: “ya es pequeña, pero así se colocaba antes”, señala en entrevista.

La ofrenda le remite a recuerdos sobre su vida, su comunidad, el paso de sus seres queridos y las diferencias con el presente. Don Santos toma en sus manos una vieja foto en la que está al lado de su abuelo y expresa: “ahí está, usábamos gabán; éramos indígenas y estoy orgulloso de eso”.

Para el abuelo, el Día de muertos es hablar de la historia de su pueblo y sus raíces que tanto busca rescatar, pues son parte de los lazos de convivencia e identidad que gradualmente se pierden entre sus vecinos y las nuevas generaciones.

Rescatar las tradiciones

La tradición en Tlalcilalcalpan para recibir a los muertos comienza el 31 de octubre; en las casas se coloca un vaso de agua con sal a los niños que murieron sin ser bautizados.

En otros tiempos, durante la mañana de este día los habitantes acudían a los mercados y caminaban hasta el centro de Toluca para comprar las cosas que ofrendarían a los muertos.

Por la tarde del 31 ––como aún acostumbra don Santos–– se coloca la fruta y las fotografías mientras el copal está encendido. También, se pone atole, pan, pulque, mole, carne  y los alimentos que les gustaban a los familiares fallecidos. Después de mediodía las amistades y familiares llegaban a las casas a prender una veladora en la ofrenda, y se les recibía con alimentos.

De la milpa, los habitantes de la comunidad ocupaban maíces negros y colorados para hacer tortillas. Cempasúchil y nube eran las flores que se sembraban, al igual que la calabaza; tres elementos fundamentales en la ofrenda.

Del monte se traían plantas: “había una hierbita que le llaman mutos, esa hierbita crecen como unos cuernitos de chivos, entonces decíamos vete por unos chivitos, también se tomaba alcohol de prodigiosa, una planta del monte que se metía una semana en el alcohol”, explica.

El 1 de noviembre se hacen los caminos con cempasúchil en las puertas de las casas de cinco a diez muertos. Se deja la puerta abierta, y el día 2 nuevamente se abren las puertas  y se coloca el camino, pues los muertos regresan a sus tumbas.

A diferencia de otras comunidades, en Tlalcilalcalpan no se acostumbra a velar a los muertos, sino es hasta el 2 de noviembre cuando se acude al panteón a colocar flores“ahí se convivía, se tomaba pulque y consumían alimentos”, recuerda Don Santos. 

El antropólogo Mauricio García Sandoval señala que estas diferencias culturales  entre los propios grupos otomíes se deben a diversos factores que muestran la amplia diversidad que existe en México.

Sincretismo

En el estudio antropológico, el sincretismo se refiere al proceso de mestizaje entre distintas culturas. El día de muertos es un ejemplo vivo de este proceso.

En palabras de Don Santos puede comprenderse mejor:

“Antes al altar se le ponía el sombrero, un petate, un gabán, sus guaraches, pero luego vino un padre y dijo que se veía mal eso, y nos quitó eso, pero acá en san Cristóbal Huichochitlan, en san Pablo, todo eso, ahí se le seguía poniendo, se ponía porque todos andábamos de huaraches, de gabán, camisa, manga larga, calzón; a mucha honra soy de descendencia indígena, hoy ya no quieren creer eso, pero de eso venimos”.

Y no solo se trató de esta costumbre, sino del elemento fundamental de la cultura otomí que en la actualidad es muy marginal en San Francisco.

En la escuela se hablaba de otra evolución más alta, nos regañaban por nuestras costumbres y obedecíamos (…) en las escuela nos decían que ya no habláramos  Otomí y entre compañeros había burla y sentíamos vergüenza (…) mi abuela me llevaba pulque a la escuela y me daba pena que fuera”.

Otro proceso del que fue testigo Don Santos,  similar al que se dio con el leguaje fue el salto de la vida campesina, a la de obrero y la tecnificación de esta labor. Recuerda que su padre  ya trabajaba en una fábrica de hilados y por ello no recibió tierras del reparto agrario.

“La repartición de los ejidos fue en 1934, resultado de la revolución mexicana, hubo muchos pleitos, pero mi papá ya no se metió ahí porque era obrero y decían que no tenía derecho a comer de dos platos”.

Nacido en 1940 el abuelo de la comunidad también tuvo un rumbo similar al de su padre. Su primer trabajo fue agricultor y después salió a trabajar a la Ciudad de México con un ingeniero en el sector de la construcción. Así pudo sopesar el desarrollo industrial, la vida campesina  y las raíces indígenas, concluyendo que su pueblo pese al desarrollo, no puede despegarse de sus raíces, por ello celebra el día de muertos y busca preservar su cultura.

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