Algunos domingos, la historia se repite con distinta camiseta. La consagración del Deportivo Toluca como campeón del fútbol mexicano no es solo una anécdota deportiva: es un eco emocional y simbólico de aquella otra victoria popular que, en 2023, rompió el siglo de hegemonía priista en el Estado de México. Dos triunfos de factura distinta —uno en las urnas, otro en el pasto—, pero entrelazados por la misma pulsión: vencer al orden que parecía invencible.
Ambos eventos operan como narrativas axiológicas de renovación. No fue el más rico, ni el más poderoso, ni el históricamente predestinado el que ganó. Ganaron, en cambio, la constancia, la resistencia, lo periférico que se hizo centro. Y eso tiene un profundo valor ético: lo que se premia no es la herencia, sino la acción transformadora. Se resquebraja así, tanto en la política como en el deporte, la vieja lógica del privilegio perpetuo.
Pero conviene hacer una distinción clave. El paralelismo simbólico es fértil, sí, pero no idéntico en sustancia. El triunfo electoral de 2023 no fue un campeonato de temporada: fue la ruptura de un régimen, el fin de una maquinaria histórica que operaba como sistema, no solo como partido. Su significado es epistemológico y político: deshizo el mito de que “el PRI siempre gana porque controla todo”. Mientras que la victoria del Toluca, si bien celebra el mérito, ocurre dentro de un sistema competitivo que ya admite alternancias regulares. Ganar en el fútbol mexicano no es lo mismo que desmantelar un régimen de Estado. Una es gesta, la otra hazaña.
Desde la sociología del poder, ambos momentos muestran cómo se transforma el imaginario colectivo: los gigantes ya no son eternos. El pueblo puede ganar cuando se organiza, cuando persevera, cuando deja de temer. Y desde una antropología de lo simbólico, estos triunfos colectivos reconfiguran las narrativas locales: Toluca, ciudad acostumbrada al gris burocrático y al silencio político, se reconoce ahora sujeto de victoria, no sólo escenario de poder.
Pero hay también una dimensión deontológica que no debe ignorarse: ganar no basta. Lo verdaderamente ético está en lo que se hace con esa victoria. En política, la alternancia debe ser sinónimo de transformación, no de relevo estético. En el fútbol, la gloria se diluye si no hay proyecto, cantera, comunidad. Porque si sólo celebramos el resultado y no el proceso, entonces no hay ruptura, solo espectáculo.
II. Sobre becas, boletos y verdades a medias
No siempre lo verdadero es lo evidente, ni lo escandaloso es lo probado. En el reciente caso del presunto fraude en la compra de boletos de avión dentro del programa de becas internacionales de la Secretaría de Educación del Estado de México, la denuncia no nació en la calle ni en la oposición política: surgió desde adentro, en voz baja, entre escritorios y sellos oficiales, como un gesto de conciencia incómoda. Un empleado —no un activista, no un periodista, no un adversario— filtró contratos, recibos y prácticas que, de ser ciertas, configurarían un vergonzoso saqueo de recursos destinados a jóvenes estudiantes. Es, por tanto, un dato de origen: la fuerza epistémica de esta denuncia se funda en su procedencia interna, en su carácter de testimonio institucional que se rebela.
Sin embargo, el silencio del gobierno es ensordecedor. ¿Dónde está la gobernadora? ¿Dónde la contraloría, la Fiscalía Anticorrupción, la voz oficial que dé certeza o desmonte con pruebas lo que podría ser uno de los escándalos más sórdidos del nuevo régimen? La hermenéutica del silencio también comunica: omitir palabra puede significar que se investiga con seriedad, o que se espera que el tiempo diluya la indignación. Pero lo no dicho, cuando se acumula, se convierte en complicidad por omisión.
Frente al estruendo mediático —columnas, editoriales, videos, indignación viral—, conviene no apresurar el juicio. El linchamiento es fácil, la rendición de cuentas es lo difícil. Si hubo fraude, que caigan los responsables; si no lo hubo, que se transparente y documente hasta el último peso. Porque lo que está en juego no es solo el dinero: es la confianza pública en los programas sociales, en el mérito como vía de ascenso, en la palabra del Estado.
El desenlace correcto no es una cabeza servida en bandeja al día siguiente, sino un proceso escrupuloso que distinga entre el error administrativo, el abuso doloso y la mentira interesada. Lo que urge no es una víctima simbólica para apaciguar a la opinión pública, sino la verdad completa, con todos sus matices, responsabilidades y consecuencias. Porque si el Estado no sabe narrar con precisión sus propios errores, otros lo harán por él. Y peor aún: con razón.
III. Votar para no ser súbditos
Este domingo, el pueblo mexiquense tiene una cita con su propia conciencia jurídica. No se trata solo de elegir jueces, magistrados y ministros: se trata de rehabilitar el vínculo roto entre la justicia y la ciudadanía. La psicología de masas enseña que cuando la gente cree que no importa lo que haga, el poder se perpetúa sin resistencia. Pero cuando la voluntad colectiva despierta, hasta el derecho cambia de dueño.
Hoy existen condiciones de paz social, organización territorial y madurez cívica para que la elección judicial no sea una simulación, sino una primera piedra colocada por mano popular en el edificio de una justicia nueva.
Desde la metafísica del poder, el acto de votar por quienes imparten justicia es un acto fundacional: no solo cambia nombres, redefine el origen mismo del poder jurídico. Porque quien elige a sus jueces deja de ser objeto de sentencia, y empieza a ser sujeto de la ley.
IV. Ausencias que pesan
Han pasado más de 33 días desde el inicio del paro en la Universidad Autónoma del Estado de México. El conflicto, que en su momento sacudió la conversación pública, hoy transcurre en una suerte de discreción compartida. Ni escándalo ni urgencia: apenas notas esporádicas, menciones dispersas, y una cierta resignación colectiva. Como si la universidad pudiera detenerse sin que nada más se detuviera.
Entre la euforia deportiva y la inminente elección judicial, la crisis universitaria ha sido desplazada del centro de la conversación. Y quizá ese deslizamiento no sea casual, sino revelador. El silencio institucional y el bostezo ciudadano son el síntoma de una anestesia cultural más grave que el conflicto mismo. Porque una sociedad que se acostumbra a la ausencia de sus universidades, pronto se acostumbra también a la ausencia de sus ideas.
No se trata de exigir soluciones inmediatas, sino de no perder de vista lo que está en juego: el lugar simbólico de la universidad como espacio crítico, formador, público. La indiferencia no resuelve: diluye. Y lo que se diluye con el tiempo es mucho más que el semestre.

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