El río Patía es uno de los más largos y caudalosos de Colombia. Para los habitantes que viven en la zona es un lugar de contrastes. Para algunos significa tener sustento y trabajo; para otros, una inscripción obligada a ser parte de la guerrilla y de los grupos paramilitares que controlan la zona y la droga en aquel país.
A pesar del proceso de desarme de las FARC, la realidad es que el grave problema de Colombia está lejos de tener una solución definitiva. Vivir ahí junto a este río -que lo mismo sirve para trasladar alimentos que droga- no es nada fácil. Las historias de secuestros, jóvenes y niños que son obligados a integrarse a estos grupos, se cuentan por miles. Y también los muertos de quienes se han negado a hacerlo.
Vivir allí ha sido para muchos un verdadero infierno. Los números oficiales del gobierno colombiano señalan que al menos unas 4,500 familias de comunidades afro y campesinas viven -o mejor dicho sobreviven- en una muy pobre zona rural en un pueblo llamado Magüí Payán, en el distrito de Nariño. Esta población está a merced de al menos tres grupos armados ilegales:
- “El frente 30” -que son disidentes de la FARC-
- “El Frente Oliver Sinisterra” (FOS) y
- Las llamadas “Autodefensas Gaitanistas” de Colombia.
LA RUTA DE LA COCAÍNA
Estos tres grupos tienen años enfrentándose por el control del territorio. No es poco lo que está en juego; el río Patía es un enorme corredor para traficar cocaína y el distrito de Nariño es el segundo con más producción de cultivos de coca. La DEA señala que existen más de 36 mil hectáreas sembradas. Por lo mismo, el tráfico de armas, de oro y la movilidad de los ilegales son una mina para la delincuencia. Es una gran aduana, pues el río desemboca en el océano Pacífico, donde los grandes traficantes la mandan hacia América del Norte.
En ese muy pobre pueblito de Magüí Payán, entre casuchas de madera y al lado del río, con un desvencijado y viejo balón, una docena de niños descalzos eran felices corriendo o festejando algún gol en una improvisada portería que fabricaban con ramas de los árboles. Ellos, los más niños, aún pueden soñar y jugar, pues son demasiado jóvenes para ser reclutados por los grupos paramilitares.
Hace veinte años, uno de esos niños se llamaba Julián. Su madre Gloria hacía milagros para darles una mejor vida a él y sus tres hermanas. El padre de sus hijos se fue. Solo está su mamá y la incansable abuela de los niños para sacarlos a flote. Esas dos mujeres decidieron no rendirse nunca por sus hijos y nietos. Lo tenían claro; si tenían que irse y dejar todo, se irían sabiendo que serían parte de las estadísticas de los miles de desplazados que huyen de la zona para sobrevivir.
La inocencia fue el mejor aliado de ese niño llamado Julián que en ese ambiente tan adverso lanzó con ilusión sus primeros gritos de gol con sus amigos. No había dinero para el calzado, pero sí un gran corazón para los sueños e ilusiones; amaba por sobre todas las cosas el juego. Cuando él era niño, en ese pueblo no había más de 5 mil habitantes desperdigados en la zona.
HUIR PARA SOBREVIVIR
El pequeño Julián escapaba muy temprano de los cuidados de la abuela y su madre para perseguir un balón; ni siquiera el hambre lo hacía volver. Fueron decenas de veces que no llegó a comer su casa por estar jugando futbol y cuando regresaba, llegaba con los pantalones rotos como testigos mudos de sus hazañas deportivas junto al río. Sabía que doña Gloria, su madre, y su abuela le meterían algunas tundas. Pero su amor por el juego era más grande que las regañadas con que le “cantaron” cientos de veces que la pelota no lo iba a llevar a ningún lugar, que tenía que pensar en los estudios. Pero para eso tenía que salir de ahí, de su amado pueblito tan lleno de peligro.
Vino un cambio radical: la mudanza familiar a Buenaventura, una ciudad y el principal puerto marítimo de Colombia en donde su madre consiguió trabajo. El niño Julián y sus hermanas también consiguieron escuelas que les pudieran augurar un mejor futuro. En aquel puerto es justo donde el único varón de la familia tiene su primer contacto con el futbol organizado, una escuelita de futbol llamada “fluminense”.
Las condiciones del ya adolescente Julián NO pasaron desapercibidas. El dueño de la escuelita sabía que este chico tenía que ir a un mejor lugar para buscar su sueño de ser futbolista profesional, y el mejor lugar estaría en Cali. Lo mismo pensó un primo de Julián y decidió que sería en una casa club, con escuela e instalaciones propias para la preparación integral del jugador y para que su madre y abuela no pusieran objeción.
ENTRENANDO PARA LA VIDA
No, no se trataba de las fuerzas básicas de ningún club profesional. Era la academia particular llamada Futbol Paz FC, que desde 2008 había puesto en marcha Don César Valencia, un veterinario Zootecnista que no pudo ser futbolista porque sus padres lo pusieron en la disyuntiva de el futbol o la escuela. Por eso se propuso que en algún momento él apoyaría a jóvenes a cumplir con sus sueños de ser futbolistas sin tener que abandonar los estudios.
Esta academia tiene hasta la fecha un lema, “futbolistas entrenados para la vida”. Don César sabe bien que no todos los jóvenes que llegan a su academia lograrán el sueño de ser profesionales. Pero tiene la certeza de que de ahí saldrán preparados académicamente para aspirar a un mejor futuro. De ella han salido jugadores como Hanzel Zapata, Brayan Angulo, Davinson Sánchez, Miguel Ángel Borja, Brayan Zamora y muchos otros que andan regados por el resto del mundo.
El joven Julián llamó poderosamente la atención desde el momento en que lo llevaron de Buenaventura a “probarse”, pues como carta de presentación anotó cuatro goles. Jaime de la Pava, hoy técnico del América de Cali, estaba junto a César Valencia en las visorias y no dudaron en aceptarlo de inmediato. Llamaron a Doña Gloria para invitarla a que conociera las instalaciones; le darían a Julián la casa club, los alimentos y los estudios. Así su madre NO tuvo argumentos para no apoyar los sueños de su Julián que se quedó en la academia desde ese momento.
NACE “LA PANTERA”
Era el 2014 y en su primera temporada el Futbol Paz FC -siendo un equipo amateur- estaba integrado en el campeonato nacional sub-17 junto a los equipos de fuerzas básicas de las escuadras profesionales. En ese momento el equipo se coronó campeón y su delantero fue el campeón de goleo marcando 57 goles. En aquel torneo a este chico maravilla lo bautizaron con el apodo de “La Pantera”, aunque su nombre de pila era Julián y se apellidaba Quiñones.
Desde entonces Don César Valencia se convirtió para Julián mucho más que en un mentor; fue su protector, su amigo, su consejero. En diferentes entrevistas se refiere a él como su “padre”; sabe que él, su madre y su abuela le cambiaron el rumbo a su vida. Quién lo hubiera dicho, desde sus inicios en el Futbol Paz FC Julián Quiñones se enfundó la playera con origen mexicano, la de los Tigres del Universitario de Nuevo León.
LO PAGAN CON UNIFORMES
¿Por qué el Futbol Paz FC jugaba con el uniforme de los Tigres por todo Colombia? La explicación tiene su propia historia. Don César Valencia era amigo de Pilo Marín, a quien consideraba muy cercano y estaba metido en la representación de jugadores. Este personaje había hecho negocio recientemente con Tigres, ya que había arreglado el contrato de Darío Burbano, aquel veloz extremo que llevó al León en primera instancia. Fue Pilo quien convenció al Ingeniero Rodríguez y a Miguel Ángel Garza de viajar a Colombia y conocer la Academia de su amigo César Valencia, y ver la posibilidad de firmar un convenio de colaboración.
A Garza y al “Inge” Rodríguez les agradó y les interesó esa formación integral y decidieron firmar un convenio de colaboración. Futbol Paz FC les enviaría prospectos jóvenes para probarse en los Tigres y estos en retribución les darían cada año los uniformes de local y visitante para su equipo estelar. El equipo regio pagaba los pasajes de los prospectos y en caso de que alguno le interesara se fijaría un porcentaje de dinero posterior para su compra, más allá de los derechos de formación. La inversión era poca y la posibilidad de encontrar una joyita era grande.
Así que bien podemos decir que Julián Quiñones llegó a Tigres a cambio de unos uniformes, aunque posteriormente pactaron una cantidad por él. Cuando “La Pantera” viajó a México a probarse, de inmediato los convenció. Pero había un problema reglamentario, le faltaban 6 meses para cumplir la mayoría de edad. En ese momento el reglamento de FIFA les impedía firmarlo, así que -para no incumplir con el reglamento- Tigres lo trajo a Monterrey en calidad de “invitado” teniendo como tutor a su madre.
GAMBETEANDO A LA FIFA
Doña Gloria aceptó la “invitación”. Tigres le puso un departamento y le dio facilidades a Julián hasta que cumplió la mayoría de edad y pudo firmar. Entonces su madre, que extrañaba su país y debía estar al pendiente de sus otras tres hijas, volvió a Colombia. El primer contrato de Julián fue el mismo que para otros chicos de Fuerzas Básicas, 6 mil pesos al mes y la casa club. Ese dinero se lo mandaba íntegro a una niña que tuvo con una chica colombiana, a la que jamás ha dejado de apoyar. Hace 3 años, el convenio Tigres-Futbol Paz FC concluyó, aunque la nueva directiva felina asegura que entró en compás de espera o revisión.
En la temporada 2015 se presentó en la categoría sub-20 de los Tigres, donde anotó 15 goles en 17 partidos. Fue ahí, en la casa club, que Julián Quiñones se empezó a olvidar del Vallenato, de la salsa, para empezar a tomarle el gusto a la música de banda, que hoy -junto a los corridos “tumbados”- es lo que más escucha. Ya tiene mucho tiempo que Julián adoptó la música y la comida mexicana como suya.
LO “ROBARON” EN MEXICO
Fue prestado a Venados de Yucatán, luego a Lobos de la BUAP, donde -como todos los jóvenes- tuvo algunos problemas de disciplina, producto de la inmadurez. Pero aún así nunca se olvido de una hija que procreó con una chica colombiana. Jamás la ha dejado de apoyar económicamente y la ve con frecuencia. Volvió a Tigres, donde se perdió casi un año por una operación de ligamento cruzado.
El resto de la historia futbolística del bicampeón Julián Quiñones con Atlas usted la conoce. Han pasado casi nueve años desde su llegada a México. Hoy aquel niño que nació y creció a orillas del Patía, que se libró de ser reclutado por los grupos guerrilleros, ya no está solo como cuando llegó a nuestro país. Desde hace tiempo le robaron el corazón; hoy su vida tiene sangre mexicana y tiene una esposa regiomontana con la que espera una niña. Esas fueron las principales razones que “La Pantera” le esgrimió a Néstor Lorenzo, técnico de la selección de Colombia, para indicarle que aspiraba representar a México y agradeció la llamada.
Los papeles de naturalización ya están en su etapa final. Pronto Julián será legalmente un mexicano más y por lo tanto legítimo aspirante a representar a la Selección Mexicana. Lo cierto es que, con Julián o sin él, la escuadra nacional tampoco será candidato a ser campeón del mundo, eso es un debate inútil y por supuesto no es la intención al contar esta historia.
La única intención de mi escrito es contar otra historia de éxito de alguien que tampoco claudicó ante la adversidad, que superó los entornos tan complicados de la vida para reinventarse. La desgracia de nacer en territorio de guerrillas se convirtió en oportunidad. Si no hubiera ese peligro, quizá Julián y su familia no hubieran abandonado Magüí Payán y esta historia no hubiera existido. En cuestión de días “La Pantera” tendrá nueva nacionalidad, habrá un nuevo destino y un nuevo rumbo. No caigamos en un debate estéril.
“Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana”. Chabela Vargas