Vivir en la pobreza no solo complica la existencia, sino que acorta el horizonte. Tener solo para malcomer y no poder pensar sino en cómo se sobrevivirá mañana, es la condición más estrecha para la vida humana. El futuro se ve tan lejos, tan inasible, tan irreal e ilusorio que no vale la pena siquiera pensar en él. No hay mañana posible cuando la supervivencia es día a día. A mediados de los años noventa, 69 de cada cien mexicanos vivían en la pobreza. Eran los tiempos de la ortodoxia neoliberal, en donde los llamados a la gente eran para “apretarse el cinturón” un año sí y el otro también, en tanto que el Estado se contraía para dejar la economía a “la libre acción de las fuerzas del mercado”.
Desde luego, ello no ocurría como devenir “natural”, sino que eran decisiones políticas encaminadas a reducir la intervención gubernamental en la economía y dejar a la “libre empresa”, la oferta y la demanda, ser el faro que guiara los destinos de la población. Sí, decisiones políticas que decían: hay que reducir la burocracia, disminuir al máximo el déficit público, recortar los programas sociales, privatizar las empresas públicas, contener los salarios y disminuir la inflación; y, a la gente pobre, volverla “competitiva”.

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La competitividad es una especie de mantra: hay que sobresalir frente a los otros. A nivel personal, nacional o global, “el mundo es de quienes ganan la competencia” de la vida. Los derrotados, pues, ni modo, no le echaron ganas, se ablandaron, no fueron tenaces, no aguantaron, no tuvieron el espíritu competitivo suficiente, perdieron y, ni modo. No importa que sean mi familia, mis vecinos, mis connacionales, o que sean humanos, son perdedores.
Regidos por esos principios éticos y políticos, la mayoría de los gobiernos en el mundo han venido apostando desde hace ya medio siglo por la competencia, el libre mercado, expandir la economía, maximizar ganancias y socializar las pérdidas. A la gente nos ha tocado el paquete de “ser competitivos”, ver por el bienestar propio y no quedarse entre quienes pierden. “Viva la libertad”, han dicho: eres libre de ser lo que quieras, de emprender lo que te propongas, de llegar hasta la cima. Las historias de éxito siempre van a existir para motivarte, para decirte “sí se puede”, es cuestión de “echarle ganas”, de “decretarlo”.

Pero vivir en la pobreza y “decretar” que vas a salir de ella, implica la muy compleja combinación de voluntad, diligencia, oportunidades y derechos. La estrechez de la vida pobre limita esos cuatro factores: la voluntad llega a quebrarse con el estómago vacío o la enfermedad prolongada; la diligencia se desvanece cuando hay que trabajar por centavos, aguantar abusos y humillaciones durante toda la vida; las oportunidades son pocas cuando no se puede ir a la escuela porque hay que trabajar o no se tiene un apellido de peso y una influencia; los derechos no se pueden exigir sin conocerlos, ni se pueden ejercer viviendo en los márgenes de todo.
Vivir en la pobreza y escuchar que debes competir y ganar, es ocasión ideal para el romanticismo. ¿Por qué? Porque tienes que luchar contra todo para poder ganar. El sistema está diseñado para que pierdas, pero si eres lo suficientemente determinado, lo vas a lograr. Pero ¿y no se podrá, mejor, rediseñar el sistema para que no sea tan difícil para la mayoría? Pues no, al contrario, hay que ponerlo más difícil para que tenga más mérito el triunfo, pues en el camino se quedarán miles, quizá millones que no lo lograron, perdieron y, frente a ellos, serás “un titán”.

Si por alguna vía resulta posible liberar de la estrechez a más personas, hay en ello el germen de una sociedad menos desigual en los años venideros. Cuando se incrementan los ingresos, se tiene posibilidad de ver más allá del día a día, de visualizar una vida mejor para mí o mi descendencia en el futuro. Ahí reside la principal razón por la cual subrayar las cifras que como país tenemos hoy en materia de pobreza. Logramos, como nación, reducir de 41.9% de personas viviendo en pobreza a 29.6% a lo largo de los últimos seis años.
Eso es lo que informó el INEGI la semana pasada. Es una de las noticias económicas más trascendentes de las últimas décadas. Si lo comparamos con ese 69% de hace apenas 30 años, se ha logrado una proeza. Estamos a 40 puntos porcentuales de aquel registro y ello significa menor apremio para millones de personas a lo largo y ancho del país. Si esa tendencia se mantiene por lo menos durante una década, las futuras generaciones van a tener mejores oportunidades, (aunque, claro, van a demandar más derechos y mejores oportunidades para sus hijos. Al incrementar el nivel medio de la población, los desafíos sociales se duplican).
¿Cómo se logró llegar a esto? Con una medida política que parece simple, pero que por décadas se decidió no tomar: incrementar los salarios. Todos los niveles salariales tuvieron un alza significativa, empezando por los salarios mínimos, que en tan solo seis años se incrementaron en casi 120%. Adicionalmente, el gobierno federal implementó programas sociales consistentes en transferencias directas a la población vía becas, apoyos a grupos vulnerables, programas de empleabilidad, de reforestación, etc.

La “competitividad” del país estaba basada en salarios miserables (llegamos a estar, en cuanto al monto del salario mínimo, al nivel de Haití apenas hace 10 años), en recursos naturales extensos (agua, tierra, minería) y en exenciones fiscales muy cómodas (sobre todo para los grandes contribuyentes). Así fue, porque lo decidieron e implementaron los gobiernos que tuvimos de 1982 a 2018. Por indicación de organismos como la OCDE, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, pero también porque muchos de los gobernantes y sus asesores profesan la ortodoxia capitalista, México sufrió las consecuencias de un modelo basado en el sacrificio de la mayoría para generar riqueza que concentra una élite.
Lo conseguido en el sexenio pasado, que encabezó Andrés Manuel López Obrador con la propuesta política de “por el bien de todos, primero los pobres”, es aliviar un poco la estrechez de la que hablamos. Lo que tenemos enfrente todos los mexicanos es decidir si queremos continuar por esa ruta o nos conviene avenirnos a aquellos principios que nos aplicaron durante casi cuatro décadas, siempre con la promesa de que vendría un tiempo en el que a todos nos fuera bien porque todos seríamos muy competitivos.
Si asumimos que la ruta que hoy tiene el país es la correcta, tendrán que seguirse incrementando los salarios, permitir que el Estado lleve a cabo labores de redistribución de la riqueza e imponer una carga fiscal mayor a los grupos minoritarios que por años han visto incrementar sus fortunas. Eso —advertirán algunos— nos volverá “menos competitivos”, porque los márgenes de ganancia se reducirán, ya no se perdonarán impuestos y la gente, viviendo con menos estrechez y más horizonte, demandará justicia, ejercicio pleno de derechos, democracia, participación, etc. La pregunta está abierta: ¿es lo que queremos o no?

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