Eran exactamente las 12:36 horas del martes 1 de octubre del año 2024. Segunda Era de la Cuarta Transformación.
Desde la tribuna del Palacio Legislativo de San Lázaro, en el centro histórico, político y neurálgico de una República que cambiaba, cambiaba y cambiaba, la nueva presidenta del país, Claudia Sheinbaum Pardo, la Dama de las flores en el vestido, pronunciaba las palabras que habrían de hacer añicos, de una vez y para siempre, más de 400 años de invisibilidad política de las mujeres mexicanas:
«Soy madre, abuela, científica y mujer de fe… y a partir de hoy, por voluntad del pueblo de México, Presidenta Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos».
No hacía falta decir más nada. Ella misma, la Dama de las gigantes flores bordadas de colores imposibles, antes se había encargado de noquear a todos, con los pétalos perennes de un discurso preciso, en flor:
“Hoy quiero reconocer no sólo a las heroínas de la Patria, a las que seguiremos exaltando, sino también a todas las heroínas anónimas, a las invisibles, que con estas líneas hacemos visibles… a las que con nuestra llegada a la Presidencia y estas palabras hago aparecer”.
El auditorio, regularmente convertido en circo romano ávido de sangre, se había ido aflojando, amandando, aligerando de a poco, con el listado de realidades femeninas compartidas que enunciaba, desde lo alto de la Tribuna, la Dama de las flores bordadas a mano:
“Conmigo llegan las que lucharon por su sueño y lo lograron; las que lucharon y no lo lograron; las que pudieron alzar la voz y las que no lo hicieron; las que han tenido que callar y luego gritaron a solas; las indígenas, las trabajadoras del hogar que salen de sus pueblos para apoyarnos a todas las demás; las bisabuelas que no aprendieron a leer y a escribir porque la escuela no era para niñas; nuestras tías, que encontraron en su soledad la manera de ser fuertes; las mujeres anónimas, las heroínas anónimas que, desde su hogar, las calles o sus lugares de trabajo, lucharon por ver este momento.
Una a una, las cientos de mujeres presentes, legisladoras, dirigentes, líderes, mujeres de lucha, mujeres de pelea, mujeres de política y gentíos, iban sucumbiendo al peso de una verdad que las unía a todas, más allá de sus partidos y sus luchas, sus filias y sus fobias:
“Llegan nuestras madres, que nos dieron la vida y después volvieron a dárnoslos todo; nuestras hermanas, que desde su historia lograron salir adelante y emanciparse; llegan nuestras amigas y compañeras; llegan nuestras hijas hermosas y valientes, y llegan nuestras nietas; llegan ellas, las que soñaron con la posibilidad de que algún día no importaría si naciéramos siendo mujeres u hombres, podemos realizar sueños y deseos sin que nuestro sexo determine nuestro destino. Llegan ellas, todas ellas, que nos pensaron libres y felices”.
Había que estar ahí para sentir el peso de todo ese machismo mexicano avasallado, roto de pronto ante la nueva realidad que nacía: México tiene por fin a una mujer Presidenta.
Está ahí, ante los ojos de todos. Está ocurriendo. A México lo gobierna una mujer, una Señora, una Doñita, una Jefa, una Dama: la Presidenta Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. La Dama de las flores en el vestido.
Y la Secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, conmovida, desbordada de emociones, le tomaba las manos a la Consejera Jurídica de la Presidencia, Ernestina Godoy, y ambas, mujeres de trabajo arduo, decisiones difíciles y entrega sin tregua, se enjugaban las lágrimas que ya ni siquiera era necesario contener.
Y una diputada priista miraba hacia el frente, sollozante, y asentía. Y la siempre riojosa senadora panista callaba, desarmada, convencida a pesar de sí misma, ante el hecho contundente que por un minuto las unía a todas: “no llego yo… llegamos todas”.
Era como si de pronto, el peso de esta nueva realidad, que mostraba ante los ojos de todos la Dama de las flores en el vestido, conjugara cualquier presagio adverso para conseguir una transición precisa, serena, única.
Porque, a diferencia de otras tomas de posesión –como la atropellada y difícil ceremonia del usurpador Felipe Calderón, la descontrolada y ruidosa del corrupto Enrique Peña Nieto o la tensa y efervescente de Andrés Manuel López Obrador– la ceremonia de investidura de la Presidenta Claudia Sheinbaum transcurría sin contratiempos, sin gritos, sin protestas, sin mentadas de madre, sin escándalos, como si todas, todos, puestos de acuerdo por una vez en años, eligieran el camino de la serenidad y la concordia: señoras y señores, México tiene una Mujer Presidenta. Que el país se enorgullezca porque lo hemos logrado todos, todas. Que el mundo se entere. ¡Que vivan las mujeres!
La Dama de las Gardenias en el pecho
“¿Has notado que la Doctora Claudia Sheinbaum ha elegido flores en el vestido en los momentos más importantes de su carrera por la Presidencia?”
Me había resistido a considerarlo semanas antes.
No. Pienso. No se debe caer en el recurso fácil de la trivialización, de simplificar los símbolos de lo femenino en el Poder.
“Chécalo. El vestido de su toma de posesión. El del día de la elección. El del día que aceptó la candidatura. Flores. Flores y más flores”, me dijo una fuente cercana, cercanísima a su equipo.
Pero no hay manera de evitarlo.
La Política también es símbolos y mientras observo el hermoso vestido que lleva la nueva presidenta, recuerdo que su equipo de Prensa enfatizó sobre el atuendo en una carpeta informativa:
“El vestido —de color marfil— que portará la primera Presidenta de México, Dra. Claudia Sheinbaum Pardo, fue bordado a mano con aguja y el tejido con ganchillo, técnicas que reflejan la cultura ancestral del país. Fue elaborado por Claudia Vásquez Aquino, artesana de Santa María Xadani, Oaxaca, que se dedica a la elaboración de textiles del Istmo de Tehuantepec y quien dibuja sus propios diseños, sus trazos y el bordado”.
Y sí. Son las flores. Flores amarillas, con hilos brillantes y formas sinuosas. Flores rojas, con bordados sutiles y figuras de colibríes, hojas de primavera, botones de rosa, de crisantemo, de alhelí.
Las flores están presentes en los atuendos significativos de la Presidenta Sheinbaum, porque forman parte fundamental de la cultura ancestral mexicana: en los bordados, en los textiles, en los atuendos. Las flores.
Y son ese motivo personal, propio, que aleja de la vieja solemnidad los vestidos de la mujer presidenta, quien los elige para significar y dignificar a sus creadoras: mujeres indígenas, costureras de alto talento, que crean jardines enteros con hilo y aguja.
Cuando Claudia Sheinbaum llega al Zócalo, asciende hasta el cónclave de mujeres indígenas de todas las regiones del país y es coronada con un collar de flores blancas rebosantes de olor, todo cobra sentido.
La dama de las flores en el vestido ha recibido el máximo mensaje de sabiduría ancestral de las mujeres indígenas: las flores son efímeras, como el poder, como los cargos públicos, pero su aroma perdura más allá de sus propias vidas.
Me lo dice Carmen Álvarez, indígena chichimeca, quien es autoridad comunitaria de San Luis de la Paz, Guanajuato y está en el Zócalo para la ceremonia de Entrega del Bastón de Mando a la nueva Presidenta.
“Le hicimos a la Presidenta un collar de margaritas, gerberas y gardenias… su perfume sutil, suave, tiene que ver con lo que deseamos para esta transición: que sea suave, calma, en paz… que sea un símbolo hermoso de serenidad, de amor por nuestras raíces, de contacto con nuestro pasado”, dice.
La Dama de las flores en el vestido, la mujer más poderosa de México, lanza 100 promesas, 100 compromisos y las flores que porta se mecen con el viento. Desde lo alto del podio mira a la plaza repleta, anhelante, entregada.
Va a cumplir, lo sabemos.
Claudia Sheinbaum cumplirá, porque las flores son testigas del aroma de su promesa.

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