Renuncia del rector: ruptura del orden simbólico

En una universidad donde el relevo de autoridades ha sido históricamente ritualizado como tránsito administrativo, la dimisión forzada rompe con esa lógica inercial
mayo 15, 2025

La renuncia de Carlos Eduardo Barrera Díaz representa mucho más que la conclusión anticipada de una gestión universitaria: expresa una fractura en el orden simbólico que, durante décadas, dio forma y sentido a la vida institucional de la UAEMéx. En una universidad donde el relevo de autoridades ha sido históricamente ritualizado como tránsito administrativo, la dimisión forzada rompe con esa lógica inercial y abre el tiempo político de la contingencia: el momento en que lo que parecía dado se vuelve discutible, y lo que parecía inmóvil empieza a desplazarse.

La designación de un rector interino no cierra esa grieta, la subraya. Isidro Rogel Fajardo es un académico con trayectoria sólida en el ámbito universitario, Maestro en Estudios Urbanos y Regionales, con doctorado concluido en Humanidades. Ha sido profesor-investigador en la Facultad de Planeación Urbana y Regional de la UAEMéx, donde ha ocupado diversos cargos clave: desde responsable del Departamento de Servicios al Estudiante hasta Subdirector Académico, y actualmente funge como director de la facultad para el periodo 2021-2025. Ha realizado estancias de investigación en el extranjero, como en la Pontificia Universidad Católica de Chile, y participa como evaluador nacional en organismos como ANPADEH y CACEB. Su perfil técnico y académico, centrado en la planeación y política ambiental-territorial, contrasta con la narrativa de ruptura o refundación: su nombramiento parece más un gesto de contención institucional que una intervención de fondo, una apuesta por administrar la inestabilidad sin desafiar las inercias estructurales.

Pero este gesto no se explica únicamente por el agotamiento interno de una élite académica desvinculada de su comunidad. Tiene como trasfondo la irrupción de una conciencia crítica estudiantil que, al articularse colectivamente, ha logrado impugnar no solo la figura del rector, sino el modelo de universidad que encarna. No es una dimisión lo que importa, sino el proceso social que la hizo posible: la emergencia de una comunidad que, desde la periferia de los centros de decisión, reconfigura los márgenes de lo posible.

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La restauración funcional: un viejo régimen bajo nueva administración

A un año y medio del relevo político en el Estado de México, la supuesta transformación ha cristalizado en lo que realmente fue: una reconfiguración del pacto burocrático, no una ruptura con él. Lejos de desmontar las redes priistas que durante décadas operaron como engranaje del poder real, la nueva administración ha optado por integrarlas y reutilizarlas. El resultado es un modelo de gobierno que se presenta como alternativo, pero que descansa sobre las mismas lógicas clientelares, los mismos operadores y los mismos mecanismos de control institucional.

El directorio estatal basta como evidencia empírica: quienes hoy controlan compras, licitaciones, permisos y nombramientos no representan un nuevo proyecto, sino la continuidad del viejo régimen, ahora legitimado por un nuevo relato. Se trata de un priismo mutado, no extinguido; de una restauración funcional que opera bajo el lenguaje de la transformación pero con la gramática del continuismo. Para millones de votantes mexiquenses que creyeron en la posibilidad de un cambio histórico, lo que se ha consumado es una sofisticada chapuza institucional: una alternancia sin emancipación, una promesa secuestrada.

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Seguridad: la desigualdad del miedo

La violencia no se distribuye de manera equitativa. A pesar del discurso oficial que presume avances en materia de seguridad, la experiencia cotidiana sugiere otra cosa: la inseguridad sigue golpeando con más fuerza a los sectores sociales más vulnerables, aquellos que no pueden costearse alternativas privadas de protección ni vivir en zonas blindadas. El asalto en el transporte público, los robos en vía pública y la extorsión cotidiana no son cifras abstractas: son el síntoma de una violencia estructural que castiga la precariedad.

Pero más allá de los datos duros —que ya son preocupantes—, lo que se ha descompuesto es el umbral mínimo de confianza en la autoridad. La percepción de inseguridad se mantiene alta porque la gente no siente que el Estado esté presente donde realmente se le necesita. Y esa percepción no es un capricho emocional: es un indicador social complejo que refleja la distancia entre la política de escritorio y la vida real.

Urge pasar de la propaganda al diagnóstico riguroso. Si la transformación es algo más que narrativa, debe poder medirse con herramientas científicas: encuestas serias, estudios longitudinales, indicadores comparables. Y sobre todo, con una sociedad que no naturalice el miedo, sino que lo convierta en presión organizada para exigir resultados. Porque sin seguridad —y sin justicia— no hay transformación que merezca ese nombre.

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Toluca FC: el templo del nosotros

En el Estado de México —donde la identidad colectiva suele diluirse entre la expansión urbana, el desencanto político y la fragmentación territorial— hay un solo fenómeno de masas que sobrevive con arraigo auténtico: el Club Deportivo Toluca. No es solo un equipo de fútbol: es una ficción compartida que organiza emociones, que repara simbólicamente lo que la realidad social fractura a diario. En torno a los Diablos se articula una comunidad que rara vez se encuentra en otro espacio. Lo que no logra la política, ni la cultura institucional, ni los programas gubernamentales, lo consigue el grito de gol en el estadio.

Ser del Toluca no es solo una afiliación deportiva: es una forma de habitar la contradicción. Es animar un club que ha resistido al mercadeo obsceno del futbol moderno, que juega en un estadio sin lujos pero con alma, que carga con la épica de los equipos serios, silenciosos, y a veces subestimados. Para muchos, el fútbol es circo; para este pueblo, es catarsis. No distrae: sostiene. Es uno de los pocos relatos colectivos que aún convocan a la calle sin violencia, al orgullo sin sectarismo, a la esperanza sin cinismo.

En un territorio donde todo parece transitorio, el Toluca es —todavía— una tradición persistente. Y eso, en estos tiempos, ya es una forma de resistencia.

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