Sálvese quien lea

  Notas en los puños Mijail Bulgakov mantuvo una muy poco ortodoxa relación con el régimen estalinista: aunque censuraron muchas de sus obras, nunca fue deportado a Siberia o exiliado (peor castigo: Stalin le dio un empleo cualquiera en el teatro donde solían representarse las obras de Bulgakov). “Gozó, es cierto”, dice Selma Ancira, “de […]

 

Notas en los puños

Mijail Bulgakov mantuvo una muy poco ortodoxa relación con el régimen estalinista: aunque censuraron muchas de sus obras, nunca fue deportado a Siberia o exiliado (peor castigo: Stalin le dio un empleo cualquiera en el teatro donde solían representarse las obras de Bulgakov). “Gozó, es cierto”, dice Selma Ancira, “de un éxito considerable a raíz de la edición de sus primeros relatos y crónicas periodísticas a mediados de los años veinte [nació en 1891], pero fue un éxito efímero. Casi de inmediato fue víctima de la desconfianza, el agravio y la calumnia política por parte de los organismos de seguridad del Estado. Se le condenó al ostracismo y vivió silenciado los diez años más prolíficos de su vida”. Afortunadamente, un par de décadas después de su muerte, las autoridades gubernamentales no pudieron seguir desdeñando el talento de este autor, y una buena parte de su obra vio por fin la luz.

Volviendo a aquella temprana época como escritor, conocemos varios de esos primeros textos gracias a “Notas en los puños”, una antología cuyos relatos contienen ya el germen de los temas que más obsesionaron a Bulgakov: sueños repetitivos en los que busca la redención, la capacidad de cambiar los trágicos acontecimientos de la vida rusa; la locura y la enfermedad, compaginadas a los cambios políticos, a la instauración de un nuevo régimen y a la destrucción del previo; la realidad, ya sea transfigurada o inverosímil, vista desde la literatura. Elementos todos colocan a este autor junto a Chejov o a Gogol. No en balde José María Guelbenzu dice que “…hay que decir que Bulgakov, cuando mete el cuchillo, lo hace hasta el mango. Pocas veces habremos de encontrar un humor tan cruel, tan terrible que el lector, al levantar los ojos del papel y antes de volver a posarlos en él para reír a gusto, no sienta también un verdadero escalofrío. Bulgakov es feroz y no resulta extraño pensando en la desesperación a la que todos aquellos creadores empujó la brutalidad de los servidores del Poder”.