El gasolinazo y Adam Smith

Si alguien, en su sano juicio, de verdad llegó a creer que la reforma energética, promovida por el gobierno federal, tendría un impacto positivo en la vida de los mexicanos, ha tenido que terminar de aprender, con el llamado “gasolinazo”, que la cosa no iba por ahí. Es un principio lógico decir que para conocer […]

Si alguien, en su sano juicio, de verdad llegó a creer que la reforma energética, promovida por el gobierno federal, tendría un impacto positivo en la vida de los mexicanos, ha tenido que terminar de aprender, con el llamado “gasolinazo”, que la cosa no iba por ahí. Es un principio lógico decir que para conocer algo se debe saber de qué está hecho; qué es aquello de lo que se formó. Y en el caso de la llamada reforma energética no hay más que una cosa clara: está hecha de ideas liberales, mercantiles; negocio, pues. Y, en los negocios, es normal que unos ganen y otros pierdan, pues es una suerte de competencia.

Resulta ocioso a estas alturas recordar la serie de recursos retóricos (por no decir mentiras) a los que se acudió para tratar de convencer a la gente de que se trataba de la mejor decisión para todos. Incluso se puede decir que buscar ese convencimiento no era necesario, pues reformar el marco normativo no era algo que pasara por la aprobación de la gente, sino por las decisiones de los políticos (el presidente, los diputados, los senadores, los secretarios, los líderes de partidos, etc.). Se trataba, claro está, de reducir al máximo potenciales pérdidas de votos en los comicios por venir, pero al final de todo la cosa era tan simple como ha venido siendo desde hace más de 300 años, cuando Adam Smith en su trabajo más conocido, La Riqueza de las Naciones, definió el funcionamiento del mercado: “No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que esperamos nuestra comida, sino de su atención al propio interés”. De ello se desprende que, si todos atienden a su propio interés, eso contribuirá al interés común, lo que a su vez hará funcionar la economía; y que al Estado le queda la responsabilidad de recaudar impuestos por las actividades de los particulares, a fin de tener recursos con los cuales emprender obras y servicios de beneficio colectivo.

En este sentido, para el caso de la llamada reforma energética siempre estuvo claro que tras ella únicamente estaba la lógica del mercado: nunca hubo ni habrá actos de benevolencia o de generosidad, de parte del presidente, su grupo político y los empresarios que exploten los hidrocarburos; siempre será el lucro el que anime cualquier acción tratándose de cuestiones mercantiles. Pero quienes creen en estos principios económicos asumen que, en la medida que quienes van a hacer negocio lo hagan, el resto de las personas tendrán lo que buscan: los productos que utilizan y que, a su vez, son el medio para alcanzar sus intereses particulares.

Desde que la generación de combustibles se convirtió en un negocio de tan gigantescas proporciones como lo es ahora a nivel mundial, el énfasis en el crecimiento del mercado es lo que importa. Cuando se habla de decisiones netamente comerciales, nunca se priorizará el bien común, la sostenibilidad ecológica o el bienestar del consumidor, a menos que la sociedad lo haga, por medio de las autoridades. Pero las autoridades que actualmente tiene el país están decididas a culminar las modificaciones de corte neoliberal que se iniciaron desde finales de los ochentas y que se han venido dando bajo el mandato de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y, por supuesto, Enrique Peña.

Ahora, la presente alza al precio de la gasolina se debe específicamente a impuestos que el Estado mexicano espera cobrar: unos seis pesos de cada litro de gasolina que se vende corresponden a impuestos. Y, como a partir de este año quedará libre el precio de la gasolina, Hacienda espera cobrar a todo aquel que haga negocio con ella sus respectivos impuestos. Entonces, ¿por qué es que este tipo de medidas se presentan a muchos como un problema? Básicamente cualquier problema empieza cuando uno cree que hay un cierto cauce adecuado de las cosas, pero que algún elemento o circunstancia lo impide. Y en el caso que aquí nos ocupa parecería que la mayoría de le gente está convencida de que las autoridades tienen la responsabilidad de ver por el bien común y tomar decisiones que beneficien a las personas. Pero ocurre que cuando uno se cree eso de verdad y resulta que las autoridades toman decisiones que afectan directamente a la economía de cada uno de los gobernados es cuando se gesta un problema.

Pero, viéndolo bien, se trata de una creencia puesta sobre premisas falsas. ¿Cómo por qué iba yo a creer que un grupo político que ha dado muestras de absoluta corrupción –en todos los sentidos- obrara por el bien común? Yo sinceramente no esperaba de la reforma energética otra cosa que no fuera el someter a los fines de lucro algo que hasta hace algunos años estaba regulado por el Estado, precisamente manteniéndolo al margen de los criterios de oferta-demanda y el fin lucrativo ante todo. Era claro que si el sector energético se abría al mercado, los precios estarían determinados no por una autoridad, sino por el lucro de quienes producen y venden. Y al gobierno lo que le toca es recabar impuestos por esas actividades y hacer que ese dinero sea redistribuido vía servicios públicos que se noten en la vida de las personas. Si las cosas ocurrieran así, el alza en el precio de gasolinas, energía eléctrica, gas y todo lo que ello desencadena no causaría las molestias que ahora causa. Pero ocurre que la gente resiente el alza, pero no percibe que ello se traduzca en mejores servicios públicos, pues la mala administración de lo recaudado salta a la vista: gobierno rico y servicios pobres. Y hay que está prevenidos pues en febrero vendrá otro aumento en la gasolina de casi 10%.