¿Qué posibilidad tiene un niño que nace hoy en medio de la pobreza de convertirse en millonario al cabo de 40 años? Es casi nula. Claro que depende de muchos factores, porque la riqueza es un fenómeno complejo, moldeado por innumerables factores. Pero los datos nos confirman que de los 8 mil 200 millones de habitantes que tiene el planeta tierra, en el último año, solo 0.008% se convirtió en millonario durante el último año. ¿Cómo lo logró? ¿Habrá sido producto de su mérito individual, su ingenio, su creatividad, su trabajo arduo y honradez? No necesariamente.
La tendencia en el mundo es más bien a lo que los economistas llaman la transferencia de riqueza intergeneracional. ¿Qué es eso? Se trata del motor silencioso que alimenta la desigualdad, perpetuando o acentuando las brechas económicas a través de las generaciones. Si se pone atención a la manera en que la herencia de capital, bienes y oportunidades influye en la estratificación social en el mundo, identificaremos un patrón global de privilegios y desventajas que desafía la noción de meritocracia.

Te puede interesar: Trump vs las tierras raras
En el corazón de la transferencia de riqueza intergeneracional se encuentra la herencia en sus múltiples formas. No se trata solo de dinero en efectivo o propiedades inmobiliarias; abarca también el capital social (redes de contactos, reputación familiar), el capital cultural (educación de calidad, hábitos de consumo que facilitan el acceso a ciertas esferas) e incluso el capital genético (salud y predisposiciones que pueden ser influenciadas por el entorno socioeconómico de los padres).
En el mundo actual, el peso de esta transferencia es innegable. Aquellos que nacen en familias con mayores recursos tienen acceso a mejores oportunidades educativas, atención médica de calidad, redes profesionales sólidas y, fundamentalmente, un colchón de seguridad que les permite asumir riesgos y recuperarse de fracasos con mayor facilidad.
Estados Unidos, a menudo idealizado como la «tierra de las oportunidades» es un caso paradigmático sobre la interconexión entre la transferencia de riqueza y la desigualdad. A pesar de su narrativa de movilidad social ascendente que se traduce en el sueño americano, la realidad es que la riqueza se concentra cada vez más en la cúspide de la pirámide. La capacidad de financiar una educación universitaria del más alto nivel, la posibilidad de recibir préstamos familiares para iniciar un negocio, o la simple ventaja de no acumular deudas estudiantiles astronómicas, son solo algunas de las formas en que la herencia se traduce en una ventaja competitiva para una élite.

Un estudio reciente de la Reserva Federal de EE. UU. mostró que el 10% más rico de los hogares posee más del 70% de la riqueza total del país. Esta concentración no es meramente el resultado de la acumulación individual, sino que se nutre de un sistema que favorece la herencia y la inversión de capital heredado, exacerbando la brecha entre los «haves» y los «have-nots». Las políticas fiscales que gravan de manera laxa las herencias y los ingresos de capital, en contraste con los ingresos del trabajo, contribuyen a solidificar esta disparidad. O sea, nadie paga impuestos por lo que hereda, pero el obrero de más bajo nivel sí paga impuestos sobre lo que gana cada jornada laboral. Así de sencillo.
México, por su parte, comparte muchas de las características de Estados Unidos en cuanto a la desigualdad estructural. La herencia de grandes conglomerados empresariales, propiedades y el acceso privilegiado a redes de poder ha creado una oligarquía económica que ha dominado el panorama del país por siglos. Las fortunas de las familias más ricas de México son, en gran medida, el resultado de una acumulación de capital a lo largo de varias generaciones, a menudo ligadas a concesiones estatales, monopolios y una regulación laxa.
Leer también: La salud financiera de los mexicanos
De acuerdo con el recientemente publicado estudio Riqueza Mundial 2024, del banco UBS, la brecha entre los mexicanos ultra-ricos y la mayoría de la población es abismal. El 0.3% de la población acumula las mayores fortunas y la movilidad social ascendente es extremadamente limitada para aquellos que no nacen con ventajas significativas. Por ejemplo, el sistema educativo refleja y refuerza esta desigualdad: mientras las escuelas privadas preparan a los hijos de las familias acaudaladas para universidades de prestigio en México o en el extranjero, las escuelas públicas carecen crónicamente de recursos, limitando las oportunidades para la gran mayoría.
De acuerdo con ese informe, solo hay 9 países más desiguales que México en el mundo y son Brasil, Rusia, Sudáfrica, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, Suecia, Estados Unidos, India y Turquía. En todos esos países con la mayor desigualdad, la transferencia de riqueza intergeneracional y la desigualdad son profundas y multifacéticas.

El que alguien que nace en la opulencia herede todo tipo de riqueza y, en el extremo opuesto, quien nace en la pobreza herede todos los lastres posibles, socava la meritocracia. Tal como funcionan hoy las cosas, el punto de partida de un individuo, más que su talento o esfuerzo, es lo que ha heredado. La transfencia de riqueza de padres a hijos se convierte en un predictor crucial de su éxito económico.
Tan elevados niveles de desigualdad siempre van a generar resentimiento social y polarización política. No hace falta sino ver cómo estamos nosotros y los vecinos del norte en esa materia. La polarización erosiona la cohesión social y la confianza en las instituciones, al percibirse que el sistema está siempre en favor de unos pocos.
Es necesario hablar de estos temas, porque, dada esta tendencia global de transferencia de riqueza intergeneracional, ya en muchas partes del mundo se habla de lo necesario que resulta avanzar hacia sociedades más equitativas, a partir de políticas públicas redistributivas y la aplicación de impuestos a la multicitada transferencia. Se habla de una reforma fiscal progresiva que incluya impuestos más elevados sobre las herencias, las donaciones y las ganancias de capital. Estos ingresos podrían reinvertirse en bienes públicos, como educación de calidad (desde la primera infancia hasta la universidad), atención médica universal y programas de capacitación laboral, nivelando así el campo de juego para las nuevas generaciones.
La transferencia de riqueza intergeneracional no es un mero epifenómeno de la desigualdad, sino uno de sus pilares fundamentales. La herencia de capital y oportunidades es un factor determinante en la configuración de las sociedades. Hoy son ominosas las estructuras que perpetúan la desigualdad. Los números lo confirman.

Síguenos