Ni desilusión ni simulación
El gobierno de Delfina Gómez es un buen gobierno. No es consigna, es dato. En septiembre cumplirá dos años al frente del Estado de México y, con ellos, el primer tercio del sexenio más importante en décadas: el primero fuera del PRI en 94 años, el primero encabezado por una mujer. Y ya hay resultados. Baja el crimen, sube el empleo, crece el gasto social, se activa la obra pública y se atiende con seriedad al Oriente olvidado. Epistemológicamente, hay evidencia: más de 1.5 millones de mexiquenses han salido de la pobreza; el estado lidera la generación de empleos formales en 2025 y se reducen los delitos de alto impacto. Axiológicamente, el veredicto es claro: los mexiquenses votaron bien. Eligieron un gobierno cercano, decente, de pueblo. Sociológicamente, el mandato rompe siglos de simulación virilista y patrimonial: ahora se puede gobernar sin robar, sin obedecer apellidos ni servir al dinero. Delfina no hereda estructuras: las desmonta. Su figura reconfigura el poder, no como ornamento, sino como afirmación: el poder puede hablar bajito, caminar despacio… y hacer mucho.
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¿Para qué sirven los senadores?
En teoría, el Senado es la cámara de la soberanía, el contrapeso, la alta política. En la práctica mexiquense, es un club de mediocridades funcionales. Eruviel Ávila, reciclado en verde, preside la Comisión de Marina, pero no se le conoce una ley que haya cambiado una sola ola. Enrique Vargas simula ser oposición mientras se ausenta del debate. Cristina Ruiz vegeta en la plurinomía sin rendir cuentas. Higinio Martínez opera políticamente, pero no legisla. Y cuando no está, lo suple Sandra Falcón, que entra y sale del escaño como quien espera un transporte: no acaba de sentarse cuando ya recoge sus cosas para que regrese el titular. Mariela Gutiérrez, que llegó con fuerza electoral, aún no demuestra si tiene algo más que votos. Todos están, pero no importan. Y lo peor: han sido incapaces de pronunciarse ante el genocidio israelí en Gaza. Ese silencio, ominoso y deleznable, es el verdadero papelón de quienes deberían representar algo más que su propio confort.
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Las opciones de Fernando
Cuando Fernando Díaz termine su encargo como presidente del Poder Judicial en septiembre, tendrá opciones para elegir. Podrá continuar como magistrado de sala dentro del propio Tribunal, o incorporarse a alguna encomienda del Ejecutivo con la maestra Delfina. Ambas posibilidades están abiertas porque hizo bien su trabajo. Le tocó conducir una etapa compleja: la implementación de la reforma judicial que permite, por primera vez, la elección popular de jueces y magistrados. Lo hizo con sobriedad, técnica y sentido institucional. Entregará un Poder Judicial más ordenado, con transición estable, estructura fortalecida y reconocimiento público. Su presidencia no fue de reflectores, pero sí de resultados. Por eso lo que sigue no es el cierre de su camino, sino su bifurcación. Y ambas rutas —la jurisdiccional o la política— están abiertas, no por cálculo, sino por mérito.
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Maurilio y el viejo régimen
No todos los dinosaurios están extintos: algunos se disfrazan de transformación, pero siguen oliendo a terciopelo tricolor. Maurilio Hernández ha sido cinco veces diputado, tiene más de 70 años y preside el Congreso local como quien cuida un mausoleo. No es texcocano, no es leal a la gobernadora, no es motor del cambio: es la encarnación de lo que no se transforma. Su punto más alto no ocurrió con la 4T, sino en la LV Legislatura, cuando compartía mesa, trago y afectos con un joven Enrique Peña Nieto. Casa Criolla era su santuario cotidiano; ahí comían, brindaban y se caían juntos —literalmente—, embriagados de poder, de vino y de destino. No representa la ruptura: representa la permanencia. Su paso por la Mesa Directiva —que termina en un mes— no deja legado ni huella: solo confirma que hay hombres que envejecen sin transformarse, como estatuas vivas del ayer que hoy siguen dictando el guion.
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Los diputados maceta
El Estado de México tiene más de 60 diputadas y diputados federales. Y, sin embargo, nadie los recuerda. No marcan agenda, no figuran en el debate nacional, no encabezan comisiones estratégicas ni han producido reformas de fondo. Existen, pero no importan. El poder legislativo federal debería ser una usina de pensamiento, control democrático y deliberación pública, pero en su versión mexiquense opera como un casillero de cuotas partidistas. Son diputados sin presencia, sin voz, sin relato. No encarnan causas ni construyen ideas; solo habitan el espacio institucional como vegetación ornamental: están allí, pero no hacen diferencia. Los pocos de oposición —del PRI, PAN y MC— sobreviven apenas como figuras testimoniales: levantan la mano, hacen una reserva, dictan un discurso que no cambia nada. Su invisibilidad no es casual, es estructural: fueron seleccionados por conveniencia, no por mérito. Así, la representación se vacía de contenido y se convierte en rutina: curules ocupadas por cuerpos sin palabra, por políticos sin peso. El país discute, decide, se fractura… y ellos ni se enteran.

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