Los Consejeros Alumnos de la UAEMéx han puesto el dedo en una llaga antigua: la opacidad en la elección de rector o rectora. Su propuesta es simple en forma, pero disruptiva en fondo: eliminar el voto secreto del Consejo Universitario y exigir que la sesión se realice de manera pública y transmitida por canales oficiales. Lo que piden no es solo un cambio procedimental, sino una enmienda al pacto de silencio que históricamente ha blindado a los actores universitarios de toda rendición de cuentas real.
La universidad debe ser democrática no solo en su discurso, sino en sus prácticas. Pero abrir el voto es también abrir la puerta al riesgo: a la presión de grupos de poder, a la tentación del linchamiento digital, a la teatralización de la política académica. El secreto, mal usado, encubre intereses; pero el voto abierto, sin garantías, puede ser apenas un nuevo instrumento de control simbólico.
2. Obliga a preguntarnos si la autonomía universitaria debe ser un recinto cerrado o un espacio transparente. Si el voto de los consejeros representa a la comunidad o a los equilibrios internos. Y si estamos dispuestos, por fin, a mirar el reflejo que devuelva el voto como espejo. Aunque lo que revele incomode. Aunque lo que revele condene.
El deshielo
En medio de la tormenta institucional que sacude a la UAEMéx, algunas señales de distensión comienzan a emerger. Las Facultades de Medicina, Enfermería y Obstetricia, y Odontología han decidido levantar el paro y retomar actividades académicas desde el 16 de mayo. Este retorno no implica una claudicación, sino una pausa estratégica que reconoce la urgencia de atender compromisos clínicos y la formación profesional de sus estudiantes.
Estas decisiones reflejan una madurez política: se puede protestar sin abandonar responsabilidades esenciales. Sin embargo, más de 20 planteles, incluyendo Ciudad Universitaria, continúan en paro, evidenciando que el conflicto está lejos de resolverse.
La renuncia del rector Carlos Eduardo Barrera Díaz y la designación de Isidro Rogel Fajardo como encargado del despacho han abierto un espacio para el diálogo. No obstante, persiste la desconfianza hacia las autoridades, y las demandas estudiantiles siguen sin ser plenamente atendidas.
El levantamiento parcial del paro puede interpretarse como un gesto de buena voluntad, pero también como una táctica para evitar el desgaste del movimiento. La comunidad universitaria se encuentra en una encrucijada: avanzar hacia una reforma profunda o retornar a la normalidad sin cambios sustanciales.
El voto como instrumento de control
En vísperas de la inédita elección por voto popular de jueces y magistrados del Poder Judicial, existen indicios de una estrategia preocupante: establecer metas de participación por distrito judicial, delegando en los alcaldes la responsabilidad de movilizar votantes. No se trata de promover la democracia, sino de operar un dispositivo de control electoral. La lógica es tan vieja como eficaz: quien moviliza, condiciona; quien condiciona, influye; y quien influye, define el resultado.
Estas prácticas no solo son moralmente cuestionables: son abiertamente ilegales. Movilizar electores mediante estructuras de gobierno para asegurar cierto comportamiento en las urnas no es participación cívica, es manipulación del sufragio. No es un asunto de transparencia, porque nadie que trama la trampa la admite. Es, más bien, un problema de legalidad burlada y de ética institucional ausente.
El silencio oficial ante estos mecanismos es más que una omisión: es una forma de complicidad por inacción. Si se trata de rumores sin sustento, alguien debería salir con fuerza a desmentirlos. Si no lo hacen, la sospecha se incrusta como certeza en el imaginario público.
En una elección destinada a democratizar el Poder Judicial, pretender controlar el voto desde el poder municipal sería una ironía trágica. La justicia no puede nacer de una elección amañada. Y el Estado de Derecho no puede cimentarse sobre prácticas de viejo régimen disfrazadas de novedad democrática.
La imagen como autoafirmación
Cuando el Secretario General de Gobierno del Estado de México, Horacio Duarte, decide posar sonriente con un ejemplar de un periódico propiedad de la familia Maccise —históricos aliados del PRIismo más rancio y beneficiarios de los favores mediáticos del peñanietismo— no solo sostiene papel impreso: sostiene una narrativa. O intenta hacerlo. La fotografía no es inocente. Es una alegoría en sí misma: la imagen de un operador político que presume una encuesta telefónica de apenas mil cuestionarios en un estado de más de 17 millones de habitantes, como si el dato —60.3% de aprobación para la gobernadora Delfina Gómez— fuera revelación divina y no producto de márgenes de error, sesgos de metodología y conveniencias editoriales.
Más que convencer al público, Duarte parece querer convencer a la propia gobernadora de que su tarea va viento en popa y que ese viento, discretamente, sopla desde su oficina. En términos epistemológicos, estamos ante una forma de validación narcisista: usar el dato como espejo y no como instrumento de análisis. Es el fetiche de la cifra, más que la cifra misma.
Que un actor político tan experimentado se preste a este juego de autoelogio mediático, apoyado en un grupo empresarial cuya neutralidad es, como mínimo, discutible, revela una pulsión ancestral de la política mexicana: la necesidad de afirmarse en la propaganda cuando escasean los consensos reales. En lugar de construir legitimidad con hechos, se intenta proyectarla con portadas.
El problema no es la encuesta —cuyo valor técnico puede discutirse, pero no despreciarse automáticamente—, sino la teatralización del dato, la puesta en escena de la aprobación como argumento de autoridad. Como si la popularidad, frágil y volátil, fuera sinónimo de eficacia gubernamental. Como si el secretario no supiera que la política no se mide con sondeos, sino con resultados tangibles.
La foto que nunca debió tomarse
Hay gestos que no son errores tácticos, sino lapsos morales. Y hay imágenes que no documentan hechos: los traicionan. Pocas escenas más desconcertantes —y, en cierto sentido, más indignas— que aquella fotografía donde la gobernadora Delfina Gómez aparece flanqueada por sus antecesores priístas: Arturo Montiel, César Camacho, Eruviel Ávila y Alfredo del Mazo. La instantánea, lejos de proyectar continuidad institucional, evoca un pacto simbólico con lo que se prometió superar: un régimen de simulación, privilegios y simulacros democráticos.
La puesta en escena fue un equívoco ético y político. ¿Qué sentido tiene rodear a la primera gobernadora morenista del Edomex con los rostros del viejo régimen al que precisamente llegó a desplazar? ¿Qué pedagogía se ofrece al electorado cuando la narrativa del cambio se deshace en una imagen de reconciliación con los artífices del pasado? ¿Se trató de un error de cálculo o de una rendición estética ante el poder de lo simbólico?
La comparación con la reciente fotografía de Horacio Duarte presumiendo encuestas favorables no es exagerada: en ambos casos, la imagen busca legitimar desde el espejo, no desde el contenido. Una gobernadora que llegó con la promesa de la diferencia no puede permitirse posar con los íconos de la decadencia, ni puede ser convertida en producto mediático por sus operadores. La gobernadora no es un trofeo a presumir ni una cifra a manipular. Es, o debería ser, una ruptura.
La política, en su versión más baja, se enamora de las formas. Pero el electorado, cansado de poses, exige algo más que retratos. Exige sentido. Exige distancia de aquello que dañó. Y sobre todo, exige memoria. Porque la fotografía no se borra, aunque se archive.

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