Nunca como ahora, existieron tantas verdades sobre un mismo hecho. Todo el mundo puede tener “su verdad” y sus datos. Estamos inundados de datos que circulan por las redes digitales. Casi cualquier postura puede encontrar la forma de esgrimir datos y, además, publicar esa “verdad”, logrando que circule por las mismas redes de donde ha nutrido sus datos.
Por ejemplo, hace apenas unos días, el presidente de los Estados Unidos decidió despedir a la directora de la agencia dedicada a generar estadísticas sobre el empleo en aquel país. Lo hizo porque los datos de la mencionada agencia no se correspondían con lo que él creía que era la verdad sobre el mundo laboral. La agencia había venido publicando cifras que confirmaban que el empleo en aquella nación no ha crecido, sino que más bien se está contrayendo. Ello no le gustó al presidente y decidió reemplazarla. Enseguida convocó a una conferencia de prensa en la que se hizo acompañar de un economista, quien presentó datos que se ajustaban a las convicciones del señor Trump. Ese especialista aclaró que sus cifras se basan en datos no publicados de la Oficina del Censo (es decir, datos que solo él conocía, pero había que creerle, pues no había forma de comprobarlos).
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Este botón de muestra sirve para demostrar que puede haber “verdades diferenciadas”. Pero el asunto no termina ahí, sino que apenas comienza, pues una vez que esa verdad es difundida, puede encontrar a quienes se hagan eco de ella e ir conformando comunidades que la acepten. Todos podemos constatar que en internet existen una especie de tribus digitales que defienden sus verdades a toda costa y, además, las contraponen con otras (incluidas las versiones oficiales, los resultados de investigaciones científicas o cualquier otra), generando verdaderas luchas en las redes en las que lo clásico es que no se escucha al otro, solo a sí mismos.
Aquí viene un fenómeno no solo interesante, sino trascendental para la dinámica social de nuestros tiempos. Todas las verdades pueden circular por las mismas vías, alimentarse e ir creciendo gracias a la operación de los algoritmos. Sí, esos silenciosos orquestadores que nos hacen llegar la información con la que nos sentimos cómodos, seguros, divertidos, ciertos. Todas las aplicaciones de los dispositivos electrónicos, todos los motores de búsqueda, todas las redes sociales operan con algoritmos.
¿Qué significa eso? Que están creadas para recibir datos, procesarlos y entregar respuestas. Yo le pido, por ejemplo, al motor de búsqueda de Google que me muestre publicaciones sobre equidad de género; el algoritmo recibe esos datos, los procesa y me arroja cientos o miles de opciones. Todo parece muy simple, pero no lo es tanto. El algoritmo está instruido para mostrarme las respuestas en un cierto orden, omitir algunas y preferir otras, en función de otros datos. ¿Cuáles otros datos? Los que ya sabe sobre mí. ¿Y cómo puede saber sobre mí? A partir de mi historial de navegación en Google, a partir de mi perfil (mismo que yo proporcioné al crear un correo con ellos), a partir del sitio donde me encuentro, etc.
No importa tanto que sea “la verdad” para todos, lo que importa es que sea la verdad para mí.
La mayoría de los algoritmos proceden bajo el principio de entregar la información con la que nosotros nos identificaríamos más, la que aceptaríamos más abiertamente y la que nos incomodaría menos. Ello se debe a que a los sitios web, a las redes sociales, a las plataformas de streaming, etc., les interesa mucho que yo siga ahí, que frecuentemente visite el lugar, que regrese, que me sienta complacido con lo que he visto, lo que me ofrecen, lo que me informan.
En la medida que yo sigo ahí, frecuento, consulto, me suscribo o doy like, irán acercándome a la comunidad con la que parezco identificarme y a la verdad diferenciada con la que parezco sentirme conforme. No importa tanto que sea “la verdad” para todos, lo que importa es que sea la verdad para mí. El algoritmo bien puede encontrar esa verdad con la que yo me siento bien y ofrecérmela. Como dijimos al inicio, estamos inundados de datos y en ese mar es posible encontrar una verdad diferenciada para cada persona, para cada comunidad.
Desde luego que este fenómeno, propio de nuestro tiempo, tiene un gran problema y es que levanta barreras para la convivencia. Y no me refiero a la convivencia con quienes comparten la misma verdad que yo, sino precisamente con aquellos que tienen otra verdad. Y es que los algoritmos proceden como ya lo hemos dicho porque detrás está la lógica de consumo, no de la convivencia. Las empresas buscan vender y, para conseguirlo, procesan los datos de tal manera que puedan saber lo que nos gusta y que estamos dispuestos a adquirir. Los datos de todos nosotros son el insumo para saber qué venderle a cada quien.
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En segundo plano quedan los principios sobre los cuales puede darse la convivencia. Para que formas de pensar diferentes puedan convivir se necesita saber cómo gestionar la alteridad, la diferencia, la diversidad y no hacerlo con base en la descalificación, la exclusión, la marginación, la discriminación. En las redes sociales como X o Facebook, la argumentación es más importante que la información; y si esa argumentación refuerza mi punto de vista, no importa que esté basada en información poco sólida, no confirmada o de origen desconocido, la acepto, la replico y, con ello, dejo abierta la puerta para que me siga llegando información de ese tipo. Es más, se acepta lo falso de un modo cómplice, porque es divertido, porque es irónico, porque es crítico. Incluso es posible tomar decisiones con base en esa falsedad.
Cada que nos quedamos solo con la verdad diferenciada que nos “acomoda”, nos acercamos más al dogmatismo, al fundamentalismo y a la no comprensión de la diversidad, que derivan en confrontaciones y en obstáculos para el ejercicio de la libertad y la convivencia.

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