Educación, la carreta y los bueyes

La semana pasada reflexionábamos en este mismo espacio al respecto de los estudiantes de excelencia. Lo hacíamos a partir de las cifras que reporta el quinto informe anual del gobernador, Eruviel Ávila, entregado precisamente el día de hoy. El tema central era que, sacando cuentas, los chicos a los que se había “premiado” (con la […]

La semana pasada reflexionábamos en este mismo espacio al respecto de los estudiantes de excelencia. Lo hacíamos a partir de las cifras que reporta el quinto informe anual del gobernador, Eruviel Ávila, entregado precisamente el día de hoy. El tema central era que, sacando cuentas, los chicos a los que se había “premiado” (con la entrega de una laptop) por ser “de excelencia” apenas representaban el 1% cada año. La cuestión discutida era si estamos apostándole a destinar recursos públicos para premiar a quienes excepcionalmente obtienen las más altas calificaciones, o si se debería reencausar ese dinero para generar condiciones educativas que no tengan a la excelencia por excepción sino por regla.

Los comentarios que recibía mi columna a través de redes sociales nos hacen volver a ese tema para revisar algunas cosas adicionales. En primer lugar es necesario señalar que el mecanismo de calificar a los estudiantes tiene la función de gestionar la carrera de cada uno de ellos, lo cual quiere decir que no necesariamente está midiendo capacidades y potencial, sino que está cumpliendo la labor administrativa de autorizar o no a cada estudiante a seguir el curso de una trayectoria escolar: apruebas, sigues; repruebas, te quedas.

Dado que el tipo de sociedad en que vivimos asigna funciones a diferentes sistemas que la integran, al educativo se le ha asignado una (no siempre grata) tarea de hacer selección social mediante prácticas pedagógicas. Básicamente se asigna al sistema educativo la tarea de promover aprendizajes entre la población joven y evaluar la asimilación de los mismos a través de distintos esquemas (el examen se ha mantenido en el centro por mucho tiempo).

En este marco, cuando la institución encargada de la educación en nuestro estado informa (a través del titular del ejecutivo) que de cada 100 estudiantes que hay en los niveles medio y superior sólo se “reconoció” en los últimos cinco años al 1% por ser “estudiantes de excelencia”, teniendo como evidencia su promedio de calificaciones, queda revelado de manera implícita que la gran mayoría de los estudiantes no tienen un buen nivel de desempeño, que no hay una garantía de que en las aulas se esté aprendiendo lo suficiente, a los ojos de la evaluación.

Otro tema es el que tiene que ver con si esos conocimientos y esa evaluación son los mecanismos adecuados para la selección social que lleva a cabo el sistema educativo, pues ocurre que muchos de esos “estudiantes de excelencia”, al concluir sus estudios terminan en el desempleo o subempleo. Igualmente merece atención aparte el asunto de la inclusión, pues según el INEGI hasta 42.6% de la población mexiquense que está entre los 3 y 30 años de edad no asistía a una institución educativa, siendo que es el rango de edad en donde se supone los niños y jóvenes deben estar en las aulas.

Entonces, la escuela lo que hace es gestionar la carrera de los individuos, ello se traduce en un mecanismo de selección social (que no es el único, pues económicamente ya se está excluyendo a muchos de entrar siquiera al sistema escolar) que abre la puerta para algunos pero la cierra para otros, y se vale de la evaluación para ello; cuando se toma a esta última como criterio central para reconocer y premiar, se corre el riesgo de que la realidad (el mundo laboral, el mercado, la vida misma) difiera en la calificación asignada y repruebe a nuestros jóvenes relegándolos a tener un panorama limitado de oportunidades.

Cuando se presenta como un resultado de la gestión gubernamental el haber “premiado” a los alumnos de excelencia es necesario detenerse a pensar si no se pone la carreta delante de los bueyes.