El señor del huerto

Atlacomulco, México; 9 de julio de 2018. El pobre, el mal situado, el baldado, el cansado de la vida están aquí, sentados a la sombra de la iglesia del Señor del Huerto, más bien una capilla por la pequeñez que representa pero el centro de todo un culto, una esotería que se atraviesa en la […]

Atlacomulco, México; 9 de julio de 2018. El pobre, el mal situado, el baldado, el cansado de la vida están aquí, sentados a la sombra de la iglesia del Señor del Huerto, más bien una capilla por la pequeñez que representa pero el centro de todo un culto, una esotería que se atraviesa en la vida de los miserables y quienes están a un paso de serlo, pero sobre todo en la vida de los políticos mexiquenses, a quienes se les ha reunido en una casta de superiores, el Grupo Atlacomulco. De esa entelequia provienen los hombres destacados del priismo actual: Enrique Peña Nieto, para empezar, heredero de una cuna de falsa estirpe encumbrada porque resultaron buenos para lo prohibido. 
Escarbar los orígenes de Peña es adentrase en el ensueño o, mejor dicho, en la pesadilla del poder y el dinero y de quienes lo ambicionan. Hay de todo: asesinos, abigeos, desfalcadores, genocidas, empresarios de turbio carácter pero de recursos todavía más revueltos; pillos disfrazados de estadistas e intelectuales de estudios truncos que han alimentado la alienación, lo violento de quienes los siguen. Si alguien ha destacado por lo contrario es visto con malos ojos porque resulta una anomalía junto a lo demás, que comparten sangre, secretos y ambiciones.
Esto es Atlacomulco de Isidro Fabela, a 40 minutos de Toluca hacia el norte de la entidad y aquí está la iglesia del Señor del Huerto, casi en el centro de la cabecera municipal. Aquí todos se han hincado ante el peso que representa aquella figura, lacerada pero vestida con la elegancia de quien sabe mandar. Quien ha creído en su milagrería deberá mostrarle mayor respeto, como si la efigie fuera humana. Aquí se hincó todo el Grupo Atlacomulco, desde Isidro Fabela y algunos anteriores hasta Enrique Peña, aunque esta vez no les fue propicio. La imagen es antigua y desde las leyendas se refiere que pertenecía a una anciana que cuidaba un huerto con el ahínco que sólo la fe puede otorgar. Ella murió, incorruptible, al pie de aquella estatua, que tomó el nombre del huerto de manzanas propiedad de la mujer.
Pero ahora no hay frutas y la iglesia colecciona las derrotas más dolorosas. En su puerta una mujer casi ciega pide dinero, una limosna por el amor de Dios. En ese municipio ni el amor al diablo pudo evitar que el Grupo Atlacomulco fuera expulsado de su propia tierra. 
No es septiembre pero cada año en ese mes las familias más ricas acuden a ayudar en las festividades: ahí se aparecen Carolina Monroy, los parientes de Arturo Montiel y los de Peña Nieto, así como los Del Mazo para ofrecer sus manos para lo que se ofrezca. No está de más apuntar que entre ellos guardan genéticas iguales. A cambio de la reverencia, el Señor del Huerto les da luz suficiente para que ganen.
Pero Atlacomulco cambió y sus dueños no se dieron cuenta. Siguieron gobernando para ellos mismos y se olvidaron de los que no llevan sus apellidos. La candidata priista a la alcaldía del lugar, Anna Chimal, es un ejemplo de la estulticia que resultaron las campañas ahí. En el poblado de Acutzilapan, una semana antes de terminar las jornadas, se dirigía a un auditorio miserable, que representaba el lado opuesto de la bonanza para decirles que si votaban por otro partido perderían todo, incluso la posibilidad de malcomer. Habló de Venezuela, de la lejanísima Caracas y de los partos revolucionarios del bolivarismo. Dejó asentado que el comunismo extermina porque comparte el esfuerzo de los que trabajan con el de los haraganes y así la ganancia se divide. “Elijan el capitalismo”, dijo sin más, en soliloquio ante indígenas que apenas entendían la verborrea. La miraron azorados. Le  calaron las manos y el rostro emperifollado. Les llamó la atención la alegría dilatada y que no se fijara en la pobreza delante de ella. “Yo tengo hambre”, dijo una de las asistentes cuando la necesidad de irse se hizo insoportable.
Lo que sí entendieron aquellos que estuvieron ahí fue la diferencia entre el calzado de la candidata y el suyo; la diferencia entre lo rozagante y la flacura; la distinción entre el pantalón y los remiendos.
Anna Chimal habló de frente. Mintió, pero cara a cara. Y lo hizo tan bien que terminó por convencer a todos de votar en contra.
Para ella tampoco hubo milagros, tampoco para Joel Huitrón, portador de un apellido que denota por lo menos el cacicazgo bien llevado y que no terminará sólo porque no ganara su ansiada diputación. A Huitrón y a otros como él la derrota les dejó enfermos y tuvieron que ser atendidos porque se les quebró hasta la salud.
Y es que Téllez, antes de cerrar los conteos y con 123 de 126 casillas computadas, tenía una ventaja definitiva sobre el priista, quien juntaba apenas 14 mil 200 votos contra los 23 mil 527 del morenista. Los demás eran historia: Armando Valdés Porras, del PAN-PRD-Movimiento apenas tuvo 5 mil 622; Carlos Ortega, de Nueva Alianza, 957 y Amalia Sánchez, del Verde, con 956.
Una semana después de las elecciones Atlacomulco era nota mundial o por lo menos era noticia para los grandes medios. Afuera de las oficinas de Morena se aposentaron los enviados. Estaban los de El País, españoles interesados hasta en el vacío de las oficinas del partido ganador, y que buscaron a Roberto Téllez Monroy, el candidato ganador por el partido de AMLO a la alcaldía sin hallarlo. Como no lo encontraron, hablaron del pueblo mientras otros sí lo hallaban, apenas habitando las nuevas instalaciones en la calle de San Joaquín.
– ¿Cómo hicieron para localizarnos?- preguntaba su equipo con la cara azorada. La respuesta quedará en la anécdota que cada uno interpretará como quiera. “Si encontramos a los 43, qué me dura lo demás”, se escuchó entonces, seguido de un silencio incomprensible.
Y es que Roberto Téllez ganó de punta a punta. “Cinco a tres”, dijo después, cuando recordaba las jornadas comiciales. Nervioso, joven y arreglado con cuidado, Téllez tiembla cuando consulta los mensajes en su celular. Esto no lo saben los de El País, como tampoco supieron que en la misma calle donde se ubica la iglesia del Señor del Huerto un enorme pendón colgaba de una casa ubicada en una esquina.
– ¿Ése es Téllez?
– Sí –respondió quien estaba parado debajo-. Y esta es la casa de Bardomiano Flores, unos de sus ayudantes. Aquí el chiste era sacar a los mismos de siempre. Bardomiano es amigo de Isidro Pastor Medrano, pero le ayudaba a Roberto Téllez. 
¿Y entonces?
– Mira, aquí muchos votaron por Morena porque los del PRI no pagaron por las movilizaciones ni tampoco estaban dispuestos a creer más. Estamos sumidos en la pobreza –dice un taxista parado a un lado de la iglesia, la que por cierto encuentra una réplica en Guerrero, en el poblado de La Pintada, pues allí se construyó para halagar a Peña en mayo de 2014, antes de que lo sepultara para siempre la escuela de Ayotzinapa y su tragedia apenas comprendida.
Así las cosas, así estos nombres ligados entre sí. Téllez no se salva porque tiene como segundo apellido el de Monroy y por lo menos la sospecha de su cercanía con la familia de Arturo Montiel y los Del Mazo permea por un momento, aquí, en el centro de Atlacomulco, donde todos los caminos conducen a ellos. El Centro Cultural Isidro Fabela, el mercado Adolfo López Mateos, la escuela René Favila, la primaria Alfredo del Mazo Vélez, el hospital Mónica Pretelini; las calles de Mario Colín, Arturo Montiel, Porfirio Alcántara, Isaías Monroy, Justo Monroy Vega, Agustín Monroy, Guillermo Colín, Salvador Sánchez Colín, Benjamín Monroy, Gregorio Montiel, Manuel del Mazo, Antonio Monroy Yáñez, Julia Montiel Monroy, Enrique Nieto, Melquías Huitrón y el bulevar Arturo Montiel Rojas dan una clase de historia, de mala educación desde las placas callejeras, algunas carcomidas por el óxido.
La fantástica fantasmagoría de este lugar hace juego con la casa ciclópea de Arturo Montiel o con el complejo que habitan los Del Mazo y que destaca por su blancura amarillenta, ubicadas en la vialidad Jorge Jiménez Cantú, la primera cerca del camino a Toxi y la segunda vecina de Universidad de Atlacomulco.
Una vieja leyenda –porque los políticos de Atlacomulco son eso, una leyenda pero negra, muy negra- narra que la curandera del pueblo, Francisca Castro Montiel, en 1940, había vaticinado la llegada de un miembro del Grupo Atlacomulco a la presidencia de la república de entre los seis gobernadores que dieran el pueblo. “Uno de ellos será”, dijo ella. Ya habían sido mandatarios Isidro Fabela, Alfredo del Mazo Vélez, Alfredo del Mazo González, Carlos Hank González, Salvador Sánchez Colín, Arturo Montiel y Enrique Peña. Nadie sabe si también vaticinó que el séptimo, Alfredo del Mazo Mazo, sería el último ante la avalancha de Morena. 
Téllez, un empresario no tan pequeño, había participado ya por el Partido del Trabajo en las elecciones anteriores y había aprendido que si quería ganar debían aliarse. Emanado del PT, enfrentó el siguiente proceso desde la lona y fue desde el suelo que ganó.
– ¿Sabes cuánto dinero me dieron para hacer la campaña?- dice entre cauto y orgulloso.
– …
– ¡Me dieron 15 mil pesos!
– ¿Cómo le hizo, entonces?
– Yo fondeé la campaña. Me ayudaron algunos, Unos con gorras y utilitarios y otros con otras cosas. Les ganamos a la buena y yo estaba seguro del triunfo. Con decir que el día de la elección a muchos priistas los tuvieron que atender médicamente porque se enfermaron del susto- dice después, en una media sonrisa.
Recorrer el pueblo no es una tristeza. Hay más rostros de Téllez, cuya tapicería electoral se quedó ahí, colgando de postes y ventanas, de clavos milagrosos, que de sus rivales.
“No fallaremos”, dice mientras algo mira a lo lejos.
Quienes le acompañan le creen. Son jóvenes, digamos, son jóvenes y son ganadores.