Fascinación por las conspiraciones

Un helicóptero cae, dos políticos mueren y se desatan las teorías conspirativas. Es todo un fenómeno comunicacional lo que hemos podido atestiguar en la última semana: la difusión de versiones que entre más descabelladas parecen más virales. Las redes sociales se han inundado en estos últimos días de “explicaciones” del suceso, que van de la […]

Un helicóptero cae, dos políticos mueren y se desatan las teorías conspirativas. Es todo un fenómeno comunicacional lo que hemos podido atestiguar en la última semana: la difusión de versiones que entre más descabelladas parecen más virales. Las redes sociales se han inundado en estos últimos días de “explicaciones” del suceso, que van de la teoría del atentado hasta la presunción de una muerte simulada.

El abanico de argumentaciones incluye el magnicidio, la conspiración mafiosa, el ajuste de cuentas, el castigo divino, la justicia histórica y otras más. Pero hay un común denominador, la resistencia a creer la información oficial.

La desconfianza en “el sistema” es algo casi natural. Es una especie de instinto de supervivencia para la gente: no creas lo que dice el gobierno. ¿Por qué? Porque siempre quiere engañarte, estafarte, explotarte, quitarte lo que es tuyo… La lista podría seguir. “El sistema” es ese molino de viento contra el que la gente parece estar batallando todo el tiempo. Si se toma una medida, si se aplica una política, si se expide una ley, si ocurre un accidente es porque “el sistema” está tramando algo. Resistirse a ser informado y, al mismo tiempo, desinformar es una dinámica que ha estado presente desde hace siglos, pero en la era de las redes sociales, la dinámica que siguen las teorías conspirativas, la difusión de rumores y las explicaciones “verdaderas” sobre tal o cual suceso es muy diferente: es muy potente aunque efímera.

Hace dos semana comentábamos en este mismo espacio que uno de los artículos científicos más difundidos durante el presente año fue aquel que publicaron en la revista Science dos profesores del Instituto Tecnológico de Massachusetts, titulado “The spread of true and false news online” (La difusión de las noticias verdaderas y falsas en línea). Y es que el fenómeno de la viralidad que alcanzan las noticias no confirmadas, los rumores y las teorías conspirativas ha llamado poderosamente la atención de algunos investigadores, quienes han empezado a identificar que los seres humanos en general son especialmente proclives a aceptar y difundir noticias no confirmadas o rumores. De acuerdo con las investigaciones que ya se han publicado al respecto, la difusión de información no confirmada se da en todos los órdenes informativos (desde los desastres naturales hasta el deporte y a niveles locales, nacionales e internacionales), pero las que “corren como pólvora” en las redes sociales son las de carácter político, que obtienen su característica de viralidad al compartirse entre iguales, es decir entre gente que ya está predispuesta a aceptar lo que alguien que piensa como ella difunda.

En el caso que nos ocupa, si un panista sugiere que fue un atentado, los panistas replicarán esa versión; igualmente si un morenista dice que simularon su muerte para huir en la impunidad, sus correligionarios darán verosimilitud a tal versión; en tanto si un priísta desliza la idea de que el gobierno es incapaz de investigar y decir la verdad del suceso, los de dicho partido aceptarán eso con más facilidad y lo difundirán; y si un crítico apartidista dice que todo es una gran farsa para “tapar algo”, los que piensan como él (y que suelen formar su redes) estarán proclives a darlo por cierto. A esto se le llama sesgo de confirmación, o lo que es lo mismo, nuestra tendencia a aceptar la información que confirma nuestras suposiciones, ideas preconcebidas o hipótesis, independientemente de que éstas sean verdaderas o no.

En países de Europa y en los Estados Unidos es donde se han realizado más estudios sobre este fenómeno en los tiempos de la Internet. Han centrado su atención sobre todo en los ríos de rumores que se arman en la red de redes tras un atentado terrorista, en los que se incluyen teorías de simulación de muertes, de autoatentados, de efectos distractores, etc. Pero si tratamos de decirlo a la mexicana se trata del “sospechosismo” que aprovecha las plataformas de la virtualidad para generar un caldo de cultivo del que puede salir casi cualquier información. 

Ojo que dicho fenómeno se reproduce independientemente de quién esté al frente del gobierno o del “sistema”. Puede ser de un partido o de otro, de una ideología u otra; quien se siente en la silla y tome decisiones debe asumir que del otro lado de la relación (es decir, entre los gobernados) habrá una tendencia casi irresistible a encontrar explicaciones “verdaderas” a las cosas, que serán “más verdaderas” mientras más se aparten de la versión oficial. En el presente gobierno como en los anteriores, tras cada suceso como este del que se ha hablado en la reciente semana, que costó la vida a una gobernadora y a un senador de la República, habrá entre la gente “sesudos” análisis estratégico-políticos-psicológicos-económicos-esotéricos para desentrañar la verdad. Y esos analistas los publicarán en forma de meme, tuit, caricatura u oración. En estos casos todos pueden ser “analistas expertos”. 

Y es que hay dos factores muy importantes operando: el primero es que las noticias falsas o mentiras provocan más sorpresa, más indignación o temor que las aburridas versiones oficiales; y si las estoy leyendo en mi dispositivo móvil el lenguaje comunicativo de éste se corresponde más con lo fantástico que con lo aburrido, por ello serán más verosímiles las teorías más extravagantes. Y, el segundo factor, es el sesgo de confirmación que todos tenemos, que nos hace más proclives a creer una versión que se corresponda más con nuestra convicciones y, por eso, las daremos por ciertas, sobre todo porque la realidad es tan azarosa, tan incierta, tan contingente, que entenderla es más fácil si le damos sentido a partir de las cosas que ya tienen sentido para cada uno de nosotros.

Por mi parte creo que los accidentes son más frecuentes de lo que creemos y que los mismos son más probables cuando una acción se repite más veces. Yo me quedo con lo que la ciencia ha tenido que aceptar hoy en día: que en el universo prefiere lo probable a lo improbable, pero al mismo tiempo prefiere lo estable a lo inestable; y es de la combinación –y conflicto– de estas dos preferencias de donde emerge el universo altamente complejo y extrañamente impredecible en que vivimos. En un mundo sin inestabilidad y sin lugar a que ocurran sucesos improbables no habría ni evolución, ni cambio, ni situaciones que nos sorprendieran.

Con mucha frecuencia por economía mental recurrimos a respuestas habituales para explicar los eventos que ocurren a nuestro alrededor (de eso está hecho nuestro sesgo de confirmación), pero la vida es más compleja, cambiante, azarosa e indeterminada de lo que nos atrevemos a pensar. Ni los mataron ni simularon su muerte; una máquina falló, porque todas fallan; cinco personas murieron, porque todos vamos a hacerlo; y la vida sigue, el universo no se detiene, somos nosotros los que nos detenemos y aferramos a darle vueltas al asunto y rumiarlo informativamente porque esa fascinación por las conspiraciones que es muy nuestra, de los seres humanos.