Sálvese quien lea

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Serotonina

 

 

La última novela de Michel Houellebecq, “Serotonina”, sigue la tónica divergente que ha marcado su carrera literaria: acérrimos detractores y alabadores fanáticos. Seré honesto: a mí siempre me ha gustado no tanto su prosa (que sí disfruto, aunque no sea una maravilla) como su cruel y polémica visión del mundo. Para otros, es precisamente ese pesimismo ofuscado, que se solaza en el nihilismo, la desolación y la miseria humanos, lo que termina por hartarlos. Sé que su descripción “sin pelos en la lengua” de grabaciones de videos pedófilos o búsquedas de niñas que se prostituyen puede ser terrible, pero no hay que olvidar la frase “la realidad siempre supera a la ficción”: estoy seguro de que los noticieros harían un recuento mucho más cruento (perdón por la aliteración) y, como dice Berna González Harbour, “los buenos libros no son al fin y al cabo manuales de ética ni de instrucciones, sino miradas singulares capaces de establecer una sintonía con el lector. Nos puede ofender y dar náuseas, pero Houellebecq, por alguna razón tan legítima como la que acompaña a toda creación literaria, la ha logrado establecer. El lector decide”.

El narrador, un cuarentón obsesivo, harto de las relaciones personales y laborales, hace una reflexión sobre su propia vida y el mundo: despotrica contra los movimientos sociales, las religiones, el amor, la cultura occidental… nada se salva. Lo único que le ofrece un bote salvavidas es el Captorix, “un antidepresivo que libera serotonina y que tiene tres efectos adversos: náuseas, desaparición de la libido e impotencia”.

Ningún autor contemporáneo me ha mostrado esa aterradora y repelente ribera que la modernidad esconde como Houellebecq. Así que ustedes decidan si acometerlo o no; pero no esperen salir incólumes de su lectura.