La Taberna del León Rojo

  “Los diputados son como una obra del teatro de lo absurdo. Dí Germán, ¿qué ha sido lo más sobresaliente que han hecho?” Cavilo, cavilo, cavilo…  “Bueno, han realizado muchas reformas; han presentado iniciativas; se han conformado en contrapeso… no, no han sido contrapeso de nada; bueno, han hecho su trabajo, lo que les corresponde”. […]

 

“Los diputados son como una obra del teatro de lo absurdo. Dí Germán, ¿qué ha sido lo más sobresaliente que han hecho?”

Cavilo, cavilo, cavilo…  “Bueno, han realizado muchas reformas; han presentado iniciativas; se han conformado en contrapeso… no, no han sido contrapeso de nada; bueno, han hecho su trabajo, lo que les corresponde”.

Marcelino me mira con sorna. Me pilló en la babia y lo sabe. Reformulo mis imágenes. Recién fue la última sesión de los legisladores. No recuerdo nada…

“Recuerdo que a ti te gusta el teatro. De hecho eres teatrero, en el buen sentido de la palabra. ¿Te viene a la mente, o te dice algo la obra Las sillas de Eugene Ionesco?”

Vagamente, ha tiempo que de teatro no tengo mayor referencia. Miro a mi mofletudo amigo y ello es señal para que continúe con su paparruchada.

“Quiero hacer una reflexión política que me sugiere la obra. Y es que en las Cámaras de Diputados, como en Ionesco, sobran sillas. Ellos, los levanta-dedos millonarios, las llaman escaños, pero a final de cuentas son sillas, sillas de un tono verde oscuro, pero sillas a final de cuentas. Tú has visto la forma en que una sesión la convierten en un sarao, donde vale pito lo que diga el de la tribuna si el refocilamiento esta entre las sillas. Todos hablan y nadie escucha. Hay demasiadas sillas de por medio entre los representantes del pueblo y el pueblo, entre esos que hablan de defender sin atender las quejas de los que dicen defender. La distancia, la barrera terca de las sillas, crean angustia, soledad y claustrofobia, algo parecido a lo que pega a los personajes de Ionesco. Si bien pareciera que las sillas están ahí para cumplir la función de estorbar o para que los diputados no lleguen a las manos, en realidad son escaños y como tales se apodera del diputado y le tiene sujeto hasta que diga el jefe”.

Recuerdo la obra. Las sillas, los dos ancianos aislados en una torre situada al interior de una isla. Sí, los viejos que organizan una gran recepción a la que invitaron a gente imaginaria, personalidades de toda especie, entre las cuales figura el propio Emperador para justificar una larga existencia de fracasos y humillaciones. Pero, ¿cuál es el papel del diputado? ¿Serán los viejos vacíos y cansinos o el orador?

Marcelino me mira atento. “No te quiebres la cabeza, Germán. El símil es simple: el pueblo son los viejos y el orador los diputados. Ellos – bien lo sabes – dan al orador el cuidado de transmitir el gran mensaje destinado a salvar a la humanidad para, después, arrojarse por la ventana… el problema radica en que el orador es sordomudo”.

Orador incomunicante, fiesta muerta, multitud invisible. Las sillas, vida sinsentido, actualidad, realidad. Marcelino me confunde… ¿o estará confundido todo el pueblo?