La Teoría del Caos

Corrupción: podredumbre endémica La corrupción no es sólo un asunto de carácter jurídico: sus matices sociológicos, psicológicos y antropológicos nos debieran remontar a nuestra propia conciencia. El Diccionario de la Real Academia señala que el vocablo corrupción tiene al menos cinco acepciones (una de ellas en desuso). Serían la acción y efecto de corromper o […]

Corrupción: podredumbre endémica

La corrupción no es sólo un asunto de carácter jurídico: sus matices sociológicos, psicológicos y antropológicos nos debieran remontar a nuestra propia conciencia. El Diccionario de la Real Academia señala que el vocablo corrupción tiene al menos cinco acepciones (una de ellas en desuso). Serían la acción y efecto de corromper o corromperse; alteración o vicio en un libro escrito; vicio o abuso introducido en las cosas no materiales; en las organizaciones, especialmente las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquéllas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores. A su vez, corromper es echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo; sobornar a alguien con dádivas o de otra manera; pervertir a alguien; hacer que algo se deteriore; oler mal.

Nadie podría estar en desacuerdo con la Academia española, sobre todo cuando otorga una acepción tan explícita y vívida: oler mal.

No es difícil pensar que, desde los anales del desarrollo de las sociedades, una práctica como ésta se haya gestado en la mente y la conducta humana desde el primer momento en el que alguien vio la oportunidad de aprovechar alguna ventaja para obtener beneficios.

Es más, enfocados desde la teoría del equilibrio o la homeostasis, podríamos comprender este comportamiento desde la perspectiva de la tendencia de todo organismo biológico –y por ende social– a adaptarse a las condiciones y mantener el equilibrio después de los cambios, es decir, autorregularse para sobrevivir con independencia del medio.

Por una cuestión energética y de equilibrio, sustentada en el principio hedonista, los organismos (especialmente el humano) tienden a buscar lo placentero y rechazar lo que resulte una amenaza a su estabilidad.

Pareciera entonces que la corrupción se hubiera acomodado en nuestra biología y –por ende, como ahorro energético y conducta hedonista– se ha mantenido en nuestros genes; por ello, con una visión alentada por valores individualistas, buscaremos siempre el mejor provecho de las circunstancias o situaciones que enfrentamos.

Pero el asunto no creo que inicie ni termine ahí. Existen, a mi juicio, otros elementos de peso más importantes, como la cultura y las interrelaciones sociales.

Los estudios en psicología sostienen que es la cultura y el aprendizaje quienes esencialmente moldean nuestro comportamiento; podemos aprender a ser buenos o malos con independencia de la herencia genética, la personalidad o el legado familiar.

En su libro “El Efecto Lucifer. El porqué de la maldad”, Philip Zimbardo, un catedrático de la Universidad de Stanford, famoso por sus estudios sobre la violencia y la maldad, hace referencia a cómo las buenas personas pueden volverse malvadas de un momento a otro.

La tesis de Zimbardo explica que existen fuerzas sistémicas capaces de alimentar la maldad, inducir la imaginación hostil, llegar a justificar el genocidio y, en dado caso, renunciar a la humanidad movidos por una ideología asumida de manera irreflexiva, para incluso llegar a cumplir órdenes atroces de autoridades que etiquetan a otros seres humanos como enemigos, porque la moralidad y el sentimiento humanitario pueden desconectarse.

Señala también que “…el mundo está lleno de bondad y de maldad: lo ha estado, lo está y siempre lo estará. […] la barrera entre el bien y el mal es permeable y nebulosa. […] los ángeles pueden convertirse en demonios y, algo que quizá sea más difícil de imaginar, los demonios pueden convertirse en ángeles”.

Para Zimbardo, los procesos de transformación que actúan cuando personas buenas o normales hacen algo malvado o vil está relacionado con lo que él llama “el poder de las fuerzas situacionales”: el modo, el tiempo y el lugar en que puede darse la conducta de las personas.

La corrupción es una conducta alentada por las fuerzas de la situación. Ningún ser humano nace corrupto; nadie es corrupto, excepto cuando se presenta la oportunidad para serlo.

La corrupción, en su expresión de cohecho, de soborno, es un fenómeno de dos vías: una parte que recibe y otra que ofrece; o una parte que pide y otra que concede o da.

Lo sucedido en el partido del señor López Obrador es reflejo del poder de estas fuerzas situacionales. Puedes ser una persona honesta e íntegra toda tu vida y sucumbir en un momento en que la situación es propicia para hacerlo. La diferencia es que esta conducta puede hallarse entre los límites de la ley y la ilegalidad.

En ocasiones, esta corrupción se convierte en algo unipersonal y deviene en otros comportamientos lesivos a la sociedad. Es tan corrupto –para ser precisos: es tan ladrón– el que se aprovecha de un cargo en la administración pública o privada, para obtener beneficios económicos ilícitos, como un consejero del INE que le cuesta al erario 28 millones de pesos anuales, bajo la creencia de “merecer la abundancia” y aducir que es anticonstitucional la reducción de su salario.

Jurídicamente podría tener razón, pero la desconexión moral y humanitaria es evidente. A fin de cuentas, actúa amparado por la fuerza de la situación –que le brinda la oportunidad de conducirse así–, en la que factores internos y externos lo conducen a tomar una determinación fuera de toda proporción moral.

Los seres humanos somos proclives a la maldad, pero en la misma medida lo somos para la bondad. La elección es de cada uno.

Nos leemos en otra semana caótica, a la mitad de las campañas electorales (que siguen sin impactar).

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