La Teoría del Caos

  Hablemos de populismo El actual populismo, parafraseando a Loris Zanatta, es una expresión moderna de un antiguo legado, una reminiscencia de un pasado influyente en naciones occidentales, el cual no existe por sí solo, sino que se conecta con las circunstancias en las que se manifiesta. Como dice este historiador, en su vigente reflexión: […]

 

Hablemos de populismo

El actual populismo, parafraseando a Loris Zanatta, es una expresión moderna de un antiguo legado, una reminiscencia de un pasado influyente en naciones occidentales, el cual no existe por sí solo, sino que se conecta con las circunstancias en las que se manifiesta.

Como dice este historiador, en su vigente reflexión: “…desde Rusia hasta los Estados Unidos del siglo XIX, pasando por la Europa balcánica y latina, desde Canadá hasta América Latina y en muchas realidades del mundo islámico actual, el populismo y su visión del mundo son enconados adversarios de la idea ilustrada de la modernidad…”.

Vislumbrado por Isaiah Berlin, el populismo encarna una aspiración de regeneración que busca “devolver al pueblo” el protagonismo y la soberanía que le han sustraído, y que desea trasplantar valores de un mundo anterior que idealiza como armónico y de igualdad social. Pero, como refiere Zanatta, es natural que el populismo invente su pueblo y después pretenda identificarlo con “el” pueblo –y cita ejemplos preclaros–:

Juan Domingo Perón: “La verdadera democracia es en la que el gobierno hace lo que el pueblo quiere”.

Cristina Kirchner: “Pido a todos los argentinos que me ayuden a seguir gobernando la patria, no por mí sino por el pueblo”.

Hugo Chávez (el caudillo venezolano): “Yo soy Chávez, yo soy el pueblo”.

Silvio Berlusconi, quien anunció la fundación del gran partido del “pueblo italiano”.

Por eso, el populismo se ha disputado al pueblo con la democracia liberal, pretendiendo encarnar “la verdadera democracia”, una democracia “pura”… mesianismo, pues.

Como dicen algunos estudiosos, el populismo no tiene preferencias respecto a los procedimientos políticos; adoptará aquellos que considere más adecuados, o que el contexto le ofrezca para imponerse. Su noción de democracia es que el pueblo –como se dijo antes, “su” pueblo– es la única instancia que puede recuperar la soberanía usurpada por la oligarquía. Simplemente, su interés por imponer su principio de homogeneidad se contrapone al concepto de una sociedad liberal, en cualquier sentido. Todo se reduce a una visión maniquea de la realidad, donde imperan los dogmas y una verdad única.

En los tiempos que corren, el adjetivo “populismo” –como señala Enrique Dussel– transformó su significado y representa “…toda medida o movimiento social o político que se oponga a la tendencia de globalización tal como la describe la teoría de base del ‘consenso de Washington’, que presiona la apertura total de los mercados desarrollistas ante una inevitable globalización económica, cultural y política”.

Aun en estos reduccionismos simplistas, los teóricos rechazan que los movimientos populares y políticos que se oponen al proyecto neoliberal sean calificados como “populistas”, pues en realidad se alejan del sentido positivo del término.

Los críticos del populismo han centrado su enfoque precisamente en determinar cuál es el concepto de pueblo que enarbola el populismo (pero hay de populismos a populismos).

Teóricos como Frei y Rovira hacen referencia a que, como sistema político, el populismo camina entre ser caracterizado como un régimen autoritario a uno democrático; y como valoración, se ha afirmado que “…el populismo puede ser considerado como la enfermedad de los sistemas democráticos modernos, ya sea por potencial tiránico y disruptivo de los derechos individuales o por su radicalización de los principios de soberanía popular, exhibiendo una de las formas más puras del orden democrático”.

Estos investigadores sostienen que la similitud de los diversos populismos –que no son fácilmente identificables a priori como de izquierda o derecha– radica en su capacidad para unificar diferentes demandas, lo que provoca que grupos heterogéneos, o rivales, se integren mediante la definición de un enemigo en común, aunque no necesariamente tengan un proyecto de identidad definido entre ellos.

Los recientes casos del triunfo de Donald Trump, el descalabro de Marine Le Pen en la reciente elección francesa, el esquizofrénico estilo de Maduro en Venezuela y el liderazgo sui generis de un perenne candidato a la presidencia de México nos recuerdan, precisamente, que su concepto de pueblo no necesariamente convoca coincidencias ni el modelo de sociedad que pregonan; tampoco obligatoriamente coinciden con un orden político que satisfaga a los sectores sociales que integran una comunidad.

Pero no se debe ser omiso en señalar que –como dicen Frei y Rovira– “…la irrupción de experimentos populistas está directamente ligada con la incapacidad de las elites para escuchar y cumplir las demandas de la sociedad”. De ahí su maniqueo riesgo, que busca radicalizar el enfoque “amigo y enemigo”, que polariza la visión de desarrollo de una sociedad: lo bueno soy yo, lo malo son ellos.

Se antoja un cambio de paradigma ante el fracaso de las elites, pero no uno que renuncie a las libertades y privilegie el totalitarismo.

La búsqueda del bienestar no puede ser rehén de la pasión como elemento fundador de un orden social renovado. No pretendo con ello descalificar los postulados del populismo teórico, sino aquellos postulados del seudopopulismo irracional –basados en la emoción y la pasión desbordada– que se enfrentan a las ideas básicas de la democracia liberal.

Pero, como en todo, ésta no es sino una palabra aislada; no pretende ser ni fundar verdades, sólo compartir ideas.

Las fuentes consultadas –que además resultan recomendables lecturas– son el artículo “El populismo como experimento político: historia y teoría política de la ambivalencia”, de Raimundo Frei y Cristóbal Rovira Kaltwasser, y el libro “El populismo”, de Loris Zanatta.

Nos leemos en otra semana caótica.