La Teoría del Caos

  La puerta giratoria del “nuevo” sistema de justicia penal o las ventajas de ser delincuente ¿Se ha convertido el nuevo sistema de justicia penal en una puerta giratoria que permite a los delincuentes entrar e inmediatamente salir? Como todo fenómeno humano, el llamado nuevo sistema de justicia penal acusatorio, adversarial y oral, parece haberse […]

 

La puerta giratoria del “nuevo” sistema de justicia penal o las ventajas de ser delincuente

¿Se ha convertido el nuevo sistema de justicia penal en una puerta giratoria que permite a los delincuentes entrar e inmediatamente salir? Como todo fenómeno humano, el llamado nuevo sistema de justicia penal acusatorio, adversarial y oral, parece haberse convertido en un arma de dos filos (aunque la metáfora no me gusta, parece ser la más adecuada para intentar comprender qué está pasando con la aplicación de la justicia). Dice un axioma popular, basado –según dicen– en uno de los poemas de Ramón de Campoamor: “en este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.

Se ha discutido hasta el cansancio si el nuevo sistema de justicia penal hace verdadera justicia a la víctima; si exalta en demasía los derechos humanos del ofensor; si favorece una justicia pronta y expedita; si privilegia rapidez sobre cualidad, y si el principio de presunción de inocencia que lo alimenta continúa siendo una falacia.

Para algunos, una modalidad como ésta tiene etapas diversas, calificadas como prolongadas, complejas y desgastantes para las víctimas o los deudos. En ocasiones se siente más benévola para la parte acusada y no para los ofendidos; en otras, parece sobreproteger los derechos humanos de los mismos imputados, al grado de no distinguir la delgada línea entre la justicia y la impunidad.

Entre algunas cuestiones positivas, la reforma penal amplía los derechos de la víctima y ahora le permite aportar pruebas y participar en el proceso en forma directa: puede solicitar directamente la reparación del daño, impugnar ante un juez las resoluciones y omisiones del Ministerio Público, o solicitar al juez que dicte medidas de prevención para su protección y para la restitución de sus derechos, sin que sea necesario esperar a que el juicio acabe.

La víctima también puede solicitar a la autoridad judicial, de manera directa, que realice o revise situaciones que le afectan (antes de la reforma, todo comentario de la víctima al juez debía hacerse por medio del Ministerio Público). Se considera así que la víctima es ahora una parte visible y activa; sus derechos son mayores y a la vez equilibrados con los de quien resulta imputado de algún delito.

En contraparte, este sistema de justicia penal se considera como de tipo “garantista”, es decir, sigue principios que atienden los mecanismos identificados como garantías, para hacer eficaces los derechos fundamentales; pero, “sin querer queriendo”, se ha alentado una suerte de puerta giratoria para quienes delinquen como modo habitual de vida.

Bajo argumentos de violación al debido proceso (entre algunos otros), personas imputadas por delitos graves han salido de los centros preventivos y de readaptación social. La prisión preventiva simplemente está destinada a cumplir otra función; no es la medida única y dominante en aquellos casos que –aparentemente– no dañan a la sociedad o son susceptibles de un acuerdo reparatorio, que puede culminar en una “disculpa pública”.

Lo preocupante reside en otros casos de extrema gravedad.

El artículo 165 del Código Nacional de Procedimientos Penales determina que la prisión preventiva oficiosa para quienes son procesados tras ser acusados de delincuencia organizada o de otros ilícitos debe durar como máximo un año; esto se convierte en esa arma de dos filos: un imputado por delitos de delincuencia organizada puede ser susceptible de obtener su libertad en ese lapso.

Especialistas han advertido que la defensa de estos imputados puede argumentar que, una vez cumplido el año previsto en la ley, el imputado salga en libertad, en el caso de que en ese tiempo no existiera sentencia de primera y de segunda instancias; esto es factible cuando, por la complejidad de estos casos, se demora más tiempo, y en este lapso no ocurre siquiera la etapa del cierre de instrucción.

También preocupan aquellos casos que aparentemente son de una dimensión social de menor impacto, como un robo sin violencia a transeúntes o a alguna tienda de conveniencia; en ellos, el imputado puede reparar el daño o restituir los bienes y, a través de un proceso de mediación, puede resolverse el conflicto, sin que llegue a las instancias judiciales. Esto provoca que el presunto responsable no ingrese a un centro penitenciario o, si llega a ser retenido, salga pronto, “a delinquir de nuevo”.

Los derechos fundamentales de las partes se asemejan a un choque de trenes. Simplemente se ha advertido que los propios principios del sistema adversarial (contenidos en el artículo 20 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos) están en franca contradicción con las disposiciones que establece la Ley Fundamental, en aquellos casos de delincuencia organizada, como la salvaguarda de la identidad de las víctimas, ofendidos y testigos de un delito.

Es una realidad que todo delincuente comete una conducta pensando en el crimen perfecto, en que nunca será descubierto. Si alguien pensara lo contrario, seguro desistiría desde el primer intento.

Resulta evidente también que, en un país como el nuestro, quien comete un delito se defenderá con todos los elementos disponibles, incluida la propia jurisprudencia –aunque parezca una verdad de Perogrullo, pretende ser más una idea sarcástica–, para no ser recluido en algún centro penitenciario. Y, precisamente, el nuevo sistema penal alienta que algunos imputados enfrenten sus procesos en libertad. Eso es también un arma de dos filos.

Los beneficios del nuevo sistema de justicia pueden alcanzar a violadores primodelincuentes, o a quienes asaltan con arma punzocortante; también ponen en igualdad de condiciones a vendedores de psicotrópicos que a ciudadanos comunes quienes, por alguna circunstancia anómala, fueran detenidos portando un arma: ambos podrían acceder al beneficio de la libertad.

Las lagunas legales son evidentes y han sido señaladas por especialistas y organismos civiles, pero hasta el momento las críticas no han tenido el impacto social esperado, que pudieran motivar las modificaciones legislativas necesarias.

Simplemente debiera existir una coordinación estrecha, entre el poder judicial y la autoridad ministerial, para buscar puntos de mejora en la ley, en beneficio de los ciudadanos; que apoye a las víctimas y que, sin menoscabo de las personas imputadas, busque el perfeccionamiento de la justicia.

La realidad cotidiana es que el nuevo sistema de justicia se ha convertido en una puerta giratoria para los delincuentes y para las víctimas en un callejón sin salida.

Nos leemos en otra semana caótica.

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