Muchos son los ejemplos de presidentes municipales que han tenido la brillante idea de obtener más recursos con la colocación de parquímetros, en especial en sus cabeceras municipales.
En los casos conocidos, al menos en el Estado de México, la consecuencia ha sido que se enriquecen temporalmente las empresas concesionarias, así como empleados menores, mientras que el alcalde en turno paga en las urnas las consecuencias de la voracidad de todos los que intervienen.
El que una autoridad incremente los ingresos de su tesorería en el ámbito municipal no está mal, siempre y cuando la finalidad que se busque sea el beneficio de la población, es decir, que la contraprestación a la ciudadanía sea evidente. Por ejemplo, en el mejoramiento de los servicios públicos, como la recolección de basura, el bacheo, el suministro de agua o mayor seguridad.
Pero si en lugar de ello se gasta el dinero del pueblo, incluyendo las participaciones federales —que también tienen como origen una carga impositiva— en cosas superfluas, como la remodelación de oficinas y el pago de grandes sueldos a personas sin preparación, buscando una rentabilidad política, el asunto se puede encuadrar en un acto de corrupción e ineficiencia.
Además, la utilización de la fuerza pública para amedrentar opositores o manifestaciones puede hablar de un desequilibrio mental, lo que es común en los gobernantes que acuden a conductas que recuerdan a los excesos del emperador Nerón.
Lo que puede rayar en la perversidad es la utilización de militantes o simpatizantes de un partido, pagados con una despensa o apoyo económico, como escudo humano, para simular que, como un ídolo, se cuenta con apoyo ciudadano ante la toma de decisiones públicas erróneas. Eso es un descarado intento de politizar para desviar la atención.
La historia nos enseña que desde ídolos de barro hasta emperadores caen, por lo que cabría expresar coloquialmente: ¡Quieto, Nerón! La locura se perdona, la perversidad no.